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Denuncia en tiempos de redes digitales

Vanessa Rosales A.
09 de julio de 2020 - 05:00 a. m.

Un episodio enciende la chispa. De mañana, un portal periodístico revela la compilación de ocho testimonios femeninos. En descripciones vívidas, registradas en formato periodístico, esparcidas en seis años y diversas geografías, sustentadas por evidencias y testigos, las narrativas convergen alrededor de una variable puntual: señalan a un renombrado director de cine como el sujeto central de las acciones. Acciones de corte dañino, sexual, vividas por mujeres, repetidas y similares en sus muestras.

Los argumentos se disparan. Las discusiones en el torbellino digital se encandilan. Una respuesta insólitamente veloz es la que recurre a deslegitimar a las mujeres que han ejercido su voz. Que busca instalar rápidamente hesitación ante lo que han dicho. Dudarles. Sospechar. Negarles. Las estructuras del poder y de lo público están fabricadas sobre la añeja y perdurable noción de que éstos son espacios varoniles donde la voz femenina es intrusiva. No concederle crédito a la voz femenina es una forma de misoginia ejercida de manera común.

En las posturas febriles, el debate parece por momentos succionado por la espectacularidad digital. La revelación de los ocho testimonios es acaparada por una vórtice ruidosa y combativa. Cierto feminismo mediático, los conservatismos anti-libertad, las rencillas de bandos, las figuraciones personales, los bullicios simplificadores – todos parecen diluir el debate estructural: la violencia sistemática de la que el renombrado director es apenas otro índice.

Borbotean en cambio las trifulcas de vanidades. En la arena colombiana es recurrente que cuestiones que requieran responsabilidad y ética se transfieran al terreno de lo personal. Personificar las causas. Reducirlas. Fijarse rígidamente en figuras puntuales. Así, se extravía del campo de visión lo que requiere abordarse con fuerza para movilizar un fondo transformador. La discusión se convierte en una trifulca simplificadora. Un fogonazo.

La médula del asunto aquí: ocho mujeres comparten testimonios de violencia sexual sobre el mismo varón. Las interrogaciones apuntan también a cómo dilucidar con justicia el patrón revelado. Algunos reclaman el derecho a que el varón sobre el que recaen las ocho vivencias se defienda. Malestares personalizados ocupan el lugar de filtro al momento de hacer lo que pretende proclamarse como análisis. Se rebaten posturas desde las rencillas individuales. Las ideas van desdibujándose. De súbito se insiste en situar el foco sobre ciertas figuras de feminismos mediáticos. Todo suma a la pérdida de proporción ante lo importante. Surge la verbalización irreflexiva. Se emplea el equívoco adjetivo paramilitar para categorizar la forma en que las periodistas de la compilación revelaron las informaciones obtenidas. La arenga visceral se alebresta en el paisaje digital. La escogencia de bandos inhibe el intersticio analítico.

Unos días póstumos a la revelación de los testimonios, la socia y expareja del director expone una reflexión escrita donde acusa de terrible el “linchar a todos los hombres por sus carencias a la hora de conquista o por la falta de asertividad”. Para refutar los feminismos mediáticos con los que discrepa, erra gravemente al pretender confundir desaciertos y torpezas con acoso sexual. La mujer que defiende al renombrado director revela también las propias misoginias inconscientes que suele haber en los códigos perceptivos de hombres y mujeres por igual. En afirmar sus logros, su lugar, su singularidad, que pueden ser ejemplares en términos de avance y posibilidad, desmiente las estructuras que sostienen el mundo que habita. En un mundo sacudido por los sismos que trajo como símbolo el caso de Harvey Weinstein en Estados Unidos, es difícil digerir que categorice de revelar ocho experiencias parecidas como una “actitud barbárica”. Al defender al director, la mujer extravía una estructura cuya visibilidad ya no puede ser desmentida.

Para defender al varón señalado, esta mujer recurre a un mecanismo común en los más variados bandos: la desacreditación personal. Las ideas primordiales vuelven a desdibujarse en el afán de defender una postura rígida. Inician los apoyos a esa defensa, además. Algunos motivados por las discrepancias que se albergan hacia las personas y el lugar desde donde se crea la compilación de testimonios revelados. Éstos, pese a todo, siguen siendo el eje vital de la discusión. Respaldar esa defensa en aras de ejercer favoritismos mezquinos y personales también diluye el asunto estructural.

Una tendencia más amplia y global ha politizado las esferas más estéticas de la subjetividad contemporánea, y en los últimos años, el mundo hiperconectado ha evidenciado la importancia que tiene en la cuarta ola feminista el empuje digital. Ese feminismo mediático guarda consigo ambivalencias irresueltas. Por un lado moviliza y da cuenta del agotamiento estructural del que son muestra los casos de varones poderosos, intoxicados por su propio sentido de posibilidad. Contribuye a visibilizar las causas de una misoginia soterrada. Da cuenta de una fuerza femenina que no puede ser acallada en su lucha por existir sin miedo a ser herida. Pero también, como tantas otras enunciaciones en el terreno movedizo de las redes digitales, recurre a mecanismos irreflexivos.

Sí hay feminismo digitales tóxicos y linchadores. Sí hay lugares de enunciación que se proclaman feministas y que no obstante perpetúan violencias patriarcales. El feminismo como un lugar de pensamiento es un forcejeo perpetuo. Escribe Vivian Gornick que en la relación entre la ideología y el individuo está impresa la sed universal de una vida más completa y que ésta se destruye cuando el dogma se apodera de la ideología. Sí hay feminismos mediáticos que a pesar de las intenciones bondadosas y libertarias, se entierran en fórmulas dogmáticas, fiscalizadoras y sesgadas por una rigidez que inhibe discrepancias argumentativas. Pero hay que comprender por qué. Así como hay que hacer un esfuerzo por desglosar la función que pueden tener los fogonazos. No es adecuado, además, colapsar las dinámicas tóxicas y espinosas de ciertos feminismos mediáticos con “el feminismo”. Hay que ser vigilantes con esa trampa donde lo visible y digital se cree representativo o definitivo. Muchas heroínas feministas no buscan visibilidad digital. El feminismo, como un terreno para pensar el mundo, es fogonazo y forcejeo de manera simultánea. Requiere vigilancias interminables ante los argumentos que entraña su exuberante multiplicidad.

Este fogonazo en particular guarda elementos simbólicos que debemos contemplar. Nos muestra que la justicia, como tantas otras estructuras sobre las que habitamos, es precaria cuando de ejercerse del lado de las mujeres se trata. Una de las razones por las que las ocho mujeres de los testimonios eligieron conservar privadas sus identidades está ligada al porcentaje abrumador de impunidad que existe ante las denuncias que siembran las mujeres al ser lastimadas. Nos revela, nuevamente, las muchas razones que tienen las mujeres de rebelarse contra leyes que, como decía Montaigne, fueron hechas sin ellas. Esto permite entender, además, por qué brotan mecanismos incendiarios. Los fogonazos siempre son fragor de algo que rebasa lo inmediato. Si bien es necesario desglosar con reflexividad las formas de justicia que convoca el escrache -entendiéndolo como una forma de suscitar sacudones y de protestar-, también es preciso comprender que, ante un sistema legal torcido en su raíz, surjan mecanismos imperfectos y exaltantes.

Este fogonazo también nos habla sobre los códigos claros de una virilidad venenosa, intoxicada por su propia fuerza, donde los hombres escogen dañar por encima de proteger. El mundo nos ha ofrendado ya casos notorios y similares. Casos que indican estructuras soterradas. Aún así, la lógica del binario se impone en el temple del debate. Es posible no coincidir con las fórmulas de ciertos feminismos mediáticos, pero es ciertamente problemático aceptar la postura reductora de la mujer que defiende al director, su familiar. Con la intención de rebatir ciertas formas resulta espinoso ceder razón a unas lógicas que disminuyen estructuras de violencia soterrada. Esa estructura es a la que finalmente se enfrentan los ocho testimonios de las mujeres involucradas.

Cierto es también que lo varonil se siente profundamente incómodo al confrontarse con sus propias violencias interiorizadas. No es cómodo captar la normalización arraigada que acostumbran ciertas virilidades envenenadas. El fogonazo cautiva nuestra mirada, pero es preciso dirigirla a las profundidades. Al fin de cuentas, el foco sigue estando espinosamente sobre las mujeres. ¿No debería ser el varón quien asuma una voz preponderante ante los ocho testimonios que convergen en señalarlo? Tampoco debemos perder de vista que la misoginia estructural está marcada por esa feroz ansiedad que despierta que las mujeres expresen su cansancio ante lo que las daña de manera sistemática. Esas expresiones, con todas sus complejidades, son imparables. El fogonazo nos llama a no soltar la búsqueda de un remezón estructural.

Vanessarosales.@gmail.com, @vanessarosales_

 

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