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Derrotas que enseñan

Juan Manuel Ospina
18 de junio de 2015 - 05:14 a. m.

En la derrota generalmente se aprecian mejor las falencias y limitaciones que se tiene como persona y como sociedad; desnudan por así decirlo las debilidades de unos y otros.

El partido con Venezuela que nos derrumbó, hizo patente una característica muy del modo de ser colombiano, una traba que no nos deja volar, que nos detiene y, sin fórmula de juicio, pasamos de la euforia, de sentirnos lo máximo, a la depresión total, presas del pesimismo. La reacción es entonces salir a la caza de los supuestos culpables de nuestras desgracias.

En el fondo de nuestros corazones y mentes creemos en “el milagrito” que sin mayor esfuerzo nos “sacará de pobres” – la lotería, toda suerte de rifas, las temibles pirámides… -; igual es el espíritu con que abordamos la paz – paz sí pero sin costo o esfuerzo de mi parte -; a nivel macroeconómico en Colombia siempre se ha estado (y se está) a la búsqueda de vientos favorables, léase bonanzas de precios internacionales, que nos empujen sin mayor esfuerzo la barca del desarrollo – desde siempre la minería de oro, luego, en el siglo XIX, los auges de productos agrícolas, tabaco, quina y el café que aunque más estable, sin embargo se mueve al ritmo de los precios internacionales -. Y ya en estos tiempos, el boom de los precios del petróleo es el motor de la economía y principal fuente de las finanzas de un Estado que se volvió petróleo adicto, con los resultados que hoy padecemos.

Esa realidad psicosocial, se basa en, y a su vez alimenta una mentalidad que premia la viveza sobre el esfuerzo/trabajo continuado; se consolidó un espíritu de negociante pendiente de ver que pesca, bien diferente a la de empresario que en pequeño o en grande, paso a paso construye al tener claro que la vida, en todos sus niveles y momentos, es un proceso y no simples lamparazos aislados, de suerte y de viveza, que hoy son y mañana no.

Cuando el colombiano se confronta con el mundo, con los otros pueblos, lo hace desde una falsa superioridad de igualado con los “duros”. Somos entonces los mejores en futbol, en ciclismo…; se trata de triunfos sin duda meritorios pero aislados, vividos y presentados como si fueran definitivos y permanentes; urge que los hechos nos obliguen a aterrizar y a no echarnos sobre los laureles, dedicados al engañoso juego de ensalzar hasta el delirio a los héroes de la jornada. Se olvida que una golondrina no hace verano y que después del triunfo punctual se requiere del esfuerzo continuado para consolidarlo. Que el triunfo de hoy es el estímulo para el esfuerzo de mañana. Llega nuestra irrealidad e inmadurez al punto de pretender codearnos en la OCDE con los mandamases del mundo, como si el solo aspirar (pensamiento mágico) bastara para ser admitido, rapidito y sin mayor esfuerzo; cuando empiecen las exigencias para la admisión, arreciaran nuestras disculpas y justificaciones, hasta acabar echándole la culpa a otros de la inmensa dificultad para lograr ese sueño.

El frenesí futbolero se da en un mundo y un país, que necesitan héroes y motivos para creer y para sentir que se es parte de una unidad social que identifica y enorgullece, a la par que empodera ante terceros. Debe servir como escuela para aprender que solo se avanza con esfuerzo e inteligencia y un propósito definido; que los triunfos se administran con realismo, entendiendo su significado como indicador de éxito (“si se puede”) pero también como compromiso para redoblar los esfuerzos, pues en la vida nada está ganado ni de antemano ni para siempre. Son enseñanzas que reclama Colombia para hacerle frente a los desafíos de hoy, para lo cual el pensamiento mágico, habitual entre nosotros, sería simplemente funesto.
 

 

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