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A desescalar

Alfredo Molano Bravo
05 de julio de 2015 - 04:17 a. m.

Las cosas avanzaban a fines del año pasado: el general Alzate regresaba a su casa sano y salvo, Santos anunciaba que el narcotráfico podía ser considerado conexo al delito político y Obama lo apoyaba, más de 60 víctimas habían estado en La Habana, la trigésimo primera ronda de negociaciones había concluido. Apretón de manos. Sonrisas.

Las Farc anunciaron el 17 de diciembre del 2014 –a los 184 años de la muerte de Bolívar–, el cese el fuego “unilateral e indefinido”. No obstante, advirtieron que suspenderían la medida si uno de sus frentes era atacado. A su vez, Santos ratificó la orden de que las fuerzas armadas continuaran las operaciones militares en todo el país. Un mes después, en enero del 2015, las Farc denunciaron que los bombardeos y asaltos habían costado la vida a seis guerrilleros y 14 soldados. En marzo los generales se encontraron con los comandantes en La Habana para hablar sobre desescalamiento. Se acordó el desminado conjunto. El 11 de marzo Santos ordenó la suspensión de bombardeos, una medida que hacía 30 años no se tomaba. La Defensoría del Pueblo señaló que entre febrero 20 y marzo 19 no se habían presentado “ataques armados con efectos indiscriminados, ni atentados con artefactos explosivos contra la infraestructura vial, energética o petrolera”.
 
Pero más al fondo, los encuentros militares, pese a disminuir, continuaban. Según la Fundación Paz y Reconciliación, durante los cinco meses del alto el fuego se habían producido 91 acciones armadas, de las cuales 12 habían sido violatorias de la tregua y 79, iniciativas de la Fuerza Pública. En pocas palabras: las Farc cumplían hasta ese momento lo prometido. El 71 % de los colombianos, según el Centro Nacional de Consultoría, apoyaba al Gobierno. La espiral a favor de la paz se ampliaba y se fortalecía. Uribe se desmandaba, el procurador atacaba, Fernando Londoño se desgañitaba.
 
El 15 de abril, el péndulo inició su retorno hacia el escalamiento de la guerra: 11 soldados murieron en un ataque de las Farc en Timba, Cauca. Santos ordenó reanudar bombardeos y en Guapi, según el mismo jefe del Estado, murieron 26 guerrilleros. Dos meses después se ha desatado una feroz ofensiva por parte de las Farc: torres eléctricas dinamitadas, oleoductos destrozados, ataques a puestos de Policía y a patrullas del Ejército. Muertos y más muertos. Un poderoso operativo propagandístico e informativo fue echado a andar.
 
Dos meses después del asalto en Cauca, la justicia penal militar investiga a los comandantes de la patrulla por peculado, desobediencia, lesiones personales y homicidio; por su parte, la Procuraduría aduce que se violó gran parte de los protocolos más elementales de seguridad por parte –digo yo– de miembros de un ejército que lleva 50 años de guerra contra la insurgencia y que exporta modelos de seguridad.
 
Todo conduce a pensar que, como sucedió con los acuerdos de La Uribe, Tlaxcala y el Caguán, cuando las conversaciones se enrutan con solidez hacia la paz suceden “cosas inexplicables” –algún día serán explicadas– que sirven para poner a funcionar la maquinaria de guerra. El dispositivo está en marcha; ha sido preparado con siniestra minuciosidad en los cuarteles oscuros de la derecha. El Gobierno está a punto de ser emboscado por las fuerzas desatadas por su propio discurso. Queriendo poner a la guerrilla contra la pared, ha conseguido  menoscabar la credibilidad en las conversaciones de La Habana, en el presidente y en la paz misma. La opinión pública ha sido engañada: los enemigos de la paz no están frente a ella sino a su lado, en sus propias filas. Quizás el Gobierno no está en condiciones políticas de dar el primer paso hacia el desescalamiento. Pero las Farc, que sí tienen control sobre sus fuerzas, pueden darlo. Y deben darlo.

 

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