Desterrados

Jaime Arocha
12 de noviembre de 2019 - 05:00 a. m.

El 31 de octubre, para mi seminario “Las Afrocolombias”, propuse hacerle un homenaje a Alfredo Molano leyendo en voz alta dos capítulos de su libro Desterrados: “Desde el exilio” y “El barco turco”. El primero va más allá del recuento de la soledad que derrotó en Barcelona transformado los apuntes que se había llevado en su mochila en el volumen que reseñábamos. También versa sobre la manera como, a finales del decenio de 1990, sirviendo a los intereses de la ultraderecha terrateniente, y con la complicidad de la fuerza pública, el narcoparamilitarismo postraba a la nación. Debido a su edad, las alumnas del curso no habían conocido ese relato. Entonces, reaccionaron sosteniendo que —pese a lo horripilante— ese momento no presentaba las degradaciones del nuestro, al cual ese día le faltaba la noticia de que el Gobierno había ocultado “el asesinato de ocho menores de edad bajo el bombardeo de una operación contra un pequeño mafioso de las disidencias”. Consideramos que, además, el incumplimiento de la reforma rural integral nos ataba a ese destino consistente en pagar las guerras “con tierras”, partiendo de la estrategia de afectar al campesinado mediante “el desalojo por razones políticas, pero con fines económicos”.

A propósito de su oficio, Molano escribió que el camino “para comprender no era estudiar a la gente, sino escucharla”. Al convertir notas de campo y grabaciones en relatos, se valió de expresiones locales que reflejaran las visiones estéticas y espirituales que habían forjado los respectivos pueblos. Así lo evidenciamos leyendo el léxico chocoano al cual apeló para hablar de Toñito, el niño que tuvo que salir despavorido de Chajeradó, luego de que los diablos masacraran a los de su comunidad. Acusaron a su abuelo y demás familiares de ser guerrilleros y de esa manera escamotearles los pagos por las hojas de coca, cuyo cultivo ellos mismos les habían impuesto. A la queja por el fraude, esos paisas respondieron disparando, incendiando y arrojando los muertos al río. A los tres días, aguas abajo, Toñito gritó: “Ese es mío”, cuando vio a su primo flotando. Recibió el pésame de la gente refugiada allí, pero no pudo despedirlo porque los paras magnificaron el efecto de su genocidio prohibiendo sepultar los cadáveres y despedirlos cantándoles sus alabaos. Angustiado de que los insepultos se volvieran peces, llegó al barrio Nelson Mandela de Cartagena. Apelando a palabras malevas, Molano muestra cómo Toñito pasó de miembro de parche chupador de sacol a polizonte arrojado por la borda de un barco turco que iba a Nueva York. Dejó constancia de que el Instituto de Bienestar Familiar había tomado los pasos necesarios para que el médico que salvó al niño de hipotermia no pudiera adoptarlo.

Repasando De río en río, un libro más reciente, es evidente el deterioro del Afropacífico. Ante los venenos que hoy flotan con las aguas auríferas, para mamás y papás sería casi homicida hacer lo que hicieron los de Toñito, primero enséñale a nadar y luego a caminar. Y si miramos la búsqueda de lo que fueron conversaciones en pro de la paz, pareceríamos estar mucho más cerca de la “dictadura de los vencedores” que Molano pronosticó como resultado de la guerra. Sin embargo, hoy surgen por lo menos dos esperanzas: el triunfo electoral de las heterodoxias políticas y la protesta social, una de cuyas expresiones más contundentes será este 21 de noviembre.

* Profesor de antropología, Universidad Externado de Colombia.

 

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