Detrás de los gobernantes jóvenes 

Eduardo Barajas Sandoval
13 de marzo de 2018 - 04:45 a. m.

¿Le conviene a una nación que alguien llegue al poder para aprender desde allí el oficio de gobernar?

Aunque a ritmo diferente, ha sido normal que lleguen al poder personajes conocidos, después de décadas de tránsito por los caminos, y los vericuetos, de la vida pública. Por fin terminan coronados, después de haber recorrido todos los parajes, ejercido el ministerio de la palabra, y formado parte de diferentes gobiernos, con responsabilidades que permiten construir experiencia no solamente en la concepción de sueños sino en el manejo de problemas verdaderos. 

Los políticos veteranos han probado los sabores de la victoria y asimilado las amarguras de la derrota, maestras ambas en los asuntos de la disputa por el poder. Han acumulado miles de puntos en ese concurso jamás abarcable del conocimiento de la condición humana. Han apreciado diversas aproximaciones a la verdad, juegos de pirotecnia, cambios de rumbo, traiciones, sumisiones sorpresivas, enemistades inexplicables y la más amplia variedad de ejemplos de la mentira y la tergiversación. 

Los pueblos parecerían sentirse a gusto en manos de esos expertos. Confían en que, a pesar de sus frecuentes contradicciones o cambios de parecer, de pronto terminarán por corregir sus defectos y poner sus virtudes y su experiencia al servicio del bien común. Aunque el hastío aparece a cada rato y se produce el clima favorable a un despeje que traiga nuevos actores. Así surgen las condiciones favorables para que irrumpan en la competencia personajes que se encuentran cerca de esa cumbre de ilusiones que se conquista alrededor de las cuatro décadas de vida. Entusiastas que no han pasado por altibajos significativos en su existencia personal, y que asumen la acción política con suficiencia y sentimientos de invencibilidad. 

Como respuesta al hastío y al desprestigio de la clase política, va llegando, o quiere llegar al poder, en uno u otro país, una generación de políticos impetuosos, estudiosos, suficientes, sin pasado conocido o sobresaliente, que interpretan a su nación más por las cifras y los análisis académicos que por haber tenido tiempo para vivirla, mientras se la imaginan hacia el futuro con la mejor intención. Tienen, o creen tener, respuesta para todas las preguntas posibles. Son fecundos cuando se les incita a hacer uso de la capacidad de innovar. Pueden cautivar porque no tienen pasado sino futuro. Producen una sensación de refresco que invita a la aventura y llama al optimismo, aunque apoyarlos signifique para muchos una apuesta en medio de la incertidumbre y al mismo tiempo una incógnita y una esperanza. 

Jacinda Ardern, socialdemócrata integral, después de unos años en el parlamento y de ser asesora de una anterior primera ministra, lo mismo que del británico Tony Blair, llegó a los treinta y siete años a ser la primera ministra de Nueva Zelanda. Emmanuel Macron pasó furtivamente por la banca de inversión y, después de ser subsecretario de la Presidencia y Ministro de Finanzas, llegó a los cuarenta años a la jefatura del Estado francés en una votación de avalancha en favor del partido que acababa de fundar. Justin Trudeau, aunque había nacido en el hogar de un primer ministro, se formó como maestro, actor y boxeador, hasta que lo arrancaron de ese destino para volverlo parlamentario y jefe del partido que le llevó al gobierno a los cuarenta y seis. Sebastian Kurz, en Austria, llegó al gobierno a los treinta y un años como líder del Partido Popular y es considerado como la cara amable de la derecha europea. 

Los votantes neozelandeses, tanto como los franceses, los canadienses y los austríacos, auparon a estos personajes a la jefatura del gobierno, con la ilusión del éxito de su presencia novedosa e innovadora. Cada uno de ellos representó, en su caso, una interpretación del presente y del futuro de su país que se apartaba en cierta medida de visiones tradicionales, consideradas reiterativas y desgastadas por electores interesados en un relevo de generaciones. Su pasado, carente de escándalos, contradicciones y fracasos, pudo ser una fuente de inspiración a la hora de elegirlos, por encima de las dudas que pudieran surgir sobre su falta de experiencia. La música de su capacidad propositiva se convirtió en elemento de animación para que los votantes aceptaran la apuesta de llevarlos al poder. 

Todavía es temprano para sacar conclusiones sobre el éxito o el fracaso de Jacinda, Emmanuel, Justin y Sebastian, en su aventura de ejercicio del gobierno. Todos han sido cuidadosos en la configuración de su equipo, y no han temido vincular a quien estiman idóneo, sin consideración a su edad. En desarrollo de sus programas han sido hasta ahora consecuentes con su talante intrépido e innovador. Pero hay que reconocer que su proyecto ha sido posible en países en los que las cosas fundamentales están definidas, y en donde la ciudadanía mantiene la opción de desmontarlos del poder.

A pesar de todo ello, sigue abierta la incógnita sobre la conveniencia de que, quienes lleguen a la cumbre del poder, lo hagan para aprender allí el oficio, sin haber hecho la carrera de ejercicio de cargos, participación en batallas, disfrute de victorias, asimilación de derrotas, frustraciones y traiciones que tradicionalmente se considera han preparado de manera suficiente a quien pueda, después de todo eso, y no antes, asumir el poder. 

Pero el mundo contemporáneo se transforma de tal manera que, tanto esa pregunta, como la preocupación por la calidad de sus gobiernos, se vuelven anacrónicas ante el empuje de nuevas opciones salidas del fondo del desarrollo tecnológico en esta era de mutaciones impredecibles. Y es de ese contexto de donde surge una nueva pregunta, más interesante, preocupante, incluso alarmante, que anuncia eventualidades de impredecibles consecuencias en el futuro: ¿deberán los ciudadanos, y los gobernantes del mañana, afrontar la competencia de seres “programados” en el ejercicio del liderazgo político y la conducción de los asuntos públicos?  

La inquietud, que apenas comienza, se plantea ya por lo menos en Nueva Zelanda, donde “Sam”, el primer político virtual del mundo, ofrece por Facebook a los electores su capacidad de comprender las posiciones de todos y tomar, sin pasiones malsanas ni equivocaciones típicamente humanas, las mejores decisiones para el interés general.  Con todas las reglas de juego de la vida pública y las grandes decisiones judiciales de su país almacenadas en su cerebro, además de consideraciones teóricas y de las que surgen de la historia de esa sociedad, se ofrece para gobernar. Él mismo, en su expresión de robot, proclama su capacidad de tomar decisiones presumiblemente adecuadas a cada situación, sin espacio ni tiempo para la fatiga, la duda no razonable, o la indecisión que lleva a que las cosas no se arreglen.

Sam y los de su género se consideran capaces de cerrar las brechas que los políticos tradicionales suelen dejar abiertas entre lo que dicen y lo que hacen, lo mismo que entre lo que creen y lo que pueden hacer. ¿Habrá quien encuentre sensato abrirles un espacio en el escenario político? 

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