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Día Internacional del Regalo

Ricardo Bada
12 de diciembre de 2008 - 03:01 a. m.

En la Plaza Mayor de Madrid, desde los primeros días de diciembre, se monta un gran mercado navideño donde la pregunta que más se oye es:  ‘¿Cuánto cuesta el misterio?’.

Esta pregunta, que suena metafísica, no es esotérica, y ese misterio incluye una mayúscula casi imperceptible. ‘El Misterio’ es la fórmula popular para designar el conjunto de cinco figuras: el niño Jesús, la Virgen María, San José, la mula y el buey, es decir, el centro de gravedad de cualquier pesebre.

Este mercado actúa como un imán que atrae a miles de personas. Hasta tal punto que hubo un fin de semana en el que el Metro debió suspender las tres líneas que pasan por la estación Sol, la más cercana a la Plaza Mayor. Porque cuando se abrían las puertas de los trenes que llegaban atestados, los viajeros no podían descender porque  las escaleras, los pasillos y las galerías de transbordo estaban llenos, al igual que el gran patio central, los tres accesos, la propia Puerta de Sol y las diez calles que convergen a la misma.  Un espectáculo como para ser pintado por El Bosco.

La pregunta que me hago no es cuánto cuesta el Misterio, sino cuál es el misterio de esa atracción inaudita de un mercado navideño en un mundo donde los valores que representa el portal de Belén han desaparecido triturados por la  civilización del consumo. No entiendo cómo es que para celebrar el nacimiento de un niño que vino al mundo pobre de solemnidad, y que cuando adulto predicó una doctrina de renunciamiento de los bienes terrenales, millones de personas en el mundo entero gastan a manos llenas, en honor de Mercurio, el dios griego del comercio.

Solía pasar en Madrid la semana inicial de ese mercado navideño y me venía al pensamiento el chiste gráfico irlandés con Jesús caído con la cruz a cuestas camino del Gólgota y mirando perplejo a un grupo de enmascarados que lo encañonan con metralletas y le conminan: “¿Católico o protestante?”.  Paradójicamente, su salvación quizás hubiese dependido de que contestase la verdad: “Judío”.

Cada vez que vuelven estos últimos días del calendario, me siento  motivado a pedir que olvidemos la hipócrita fundamentación de los festejos. A pedir a quienes corresponda que tengan el coraje civil de rebautizar la fecha y no llamarla más Navidad sino Día Internacional del Regalo. Uruguay dio un ejemplo hace casi un siglo, cuando las leyes sociales de Batlle y Ordóñez convirtieron la Semana Santa en la Semana de Turismo.

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