Discernimiento y economía

César Ferrari
22 de agosto de 2018 - 05:00 a. m.

Discernir es saber escoger entre lo bueno y lo malo, entre la verdad y el error. Para los cristianos discernir no es una opción, es una obligación. Está impreso en el Evangelio: “Amados, no creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios; porque muchos falsos profetas han salido por el mundo” (Juan 4:1). Para los humanistas no creyentes también lo es. Si su norte es el bienestar humano, siempre tendrán que preguntarse si lo que se hace o decide favorece o no a la humanidad.

En economía y en política hay ciertamente mucho por discernir. Cabe siempre preguntarse si las medidas políticas o económicas benefician o perjudican a las personas, si favorecen o perjudican a los más débiles, si privilegian los intereses particulares o los generales.

Para un cristiano o un humanista no es opción abstenerse de valorar las consecuencias sobre las personas de las decisiones políticas y económicas. No es solo eficiencia y eficacia lo que cuenta; en cada decisión política, más aún si hace efectiva una decisión económica, siempre hay una cuestión ética que debe discernirse y sobre lo que hay que optar.

Errar en política o en economía siempre es posible. Por ejemplo, se insiste en la bondad de reducir la tasa del impuesto a la renta a las empresas. Así, las empresas se volverían más rentables. De tal manera realizarían mayores inversiones. En consecuencia, expandirían su capacidad de producción y, por lo tanto, contratarían más personas, lo que reduciría el desempleo.

Pero, ¿qué sucede si algunas de las empresas en un sector no son suficientemente competitivas por que los precios a los que pueden vender apenas superan sus costos de producción? Ello ocurre, por ejemplo, si sus costos financieros, de comunicaciones, de energía o de transporte son muy elevados porque en los mercados respectivos no existe suficiente competencia, o no existe una infraestructura adecuada que permita llevar su producción a los respectivos mercados.

Mejor dicho, debería ser claro que no solo se necesita que las empresas sean suficientemente rentables después de impuestos, sino, fundamentalmente, antes de impuestos. Si solo se busca lo primero, reducir el impuesto a la renta a las empresas no tiene sentido. Es decir, la reducción debería ser acompañada con medidas que introduzcan mayor competencia en esos mercados y, si eso no es posible por ser monopolios naturales, como en energía o carreteras, se requiere introducir una regulación que fuerce a las empresas respectivas a que sus precios se acerquen a sus costos.

Más aún. Se sabe que esa reducción requiere ser compensada para evitar que el déficit fiscal aumente. Una forma sería que los dueños de las empresas, no sus empresas, paguen más impuestos sobre sus dividendos, como ocurre en todos los países de la OCDE. Se argumenta que eso introduciría una doble tributación sobre la utilidad de la empresa. Sin embargo, empresa y dueño son dos personas distintas. Además, esa doble tributación existe en todo: por ejemplo, se paga impuesto a la renta sobre remuneraciones, que hacen parte del valor agregado sobre el que se paga  IVA. Así, ¿por qué el argumento de la doble tributación es válido en un caso y no en el otro?

La otra forma de compensar la menor recaudación sería extender el IVA a los bienes y servicios no grabados (medicinas, alimentos, etc.), o reducir el monto a partir de cual se debe pagar el impuesto a la renta. Claramente esas dos formas de compensar los menores ingresos implican gravar en mayor medida, como parte de sus ingresos, a los ciudadanos que menos ingresos tienen, en un país en donde la concentración del ingreso, que todos aspiran a reducir, es enorme.

En otras palabras, no solo interesa aumentar la recaudación; interesa cómo se hace. Así, las medidas deben juzgarse contrastándolas contra una teoría y, en últimas, por resultados: si incrementan o reducen el bienestar de las personas.

Por cierto, con frecuencia se da por descontado que la teoría es siempre correcta y aséptica. No obstante, puede estar equivocada o no estar vigente porque está sesgada culturalmente o cambiaron las circunstancia que le dieron vida. Así, sin duda, conducirá a recomendaciones equivocadas. Para evitarlo, la teoría también debe discernirse, contrastándola con la realidad.

Por ejemplo, la teoría cuantitativa del dinero formulada por David Hume en el siglo XVIII señalaba que la cantidad de dinero multiplicada por las veces que daba vueltas (la velocidad) agotaba la cantidad de los bienes y servicios que se ofertaban multiplicados por su precio respectivo. De ahí se deduce que, si esa velocidad es constante y la oferta también, toda expansión monetaria es inflacionaria; mejor dicho, evitar la inflación requiere evitar todo crecimiento monetario.

Pero esos supuestos eran válidos hace más de 200 años. Con la introducción de nuevas tecnologías, nuevos medios de pago y la creación que los bancos hacen de otros medios de pago (prestan más de lo que depositan), la velocidad no puede ser constante. Tampoco es constante la oferta en un mundo globalizado: si algo se agota, siempre es posible conseguirlo rápidamente de cualquier parte. Mejor dicho, los supuestos originales de esa teoría y, consecuentemente, sus recomendaciones ya no tienen validez.

Pero ¿por qué persisten medidas contraproducentes o teorías inválidas? ¿Por ignorancia? ¿Por vanidad? ¿No se reconocen los errores? ¿Es una cuestión de intereses? Es decir, se las acepta porque generan beneficios en favor propio. ¿Es una cuestión ideológica? Se cree en algo y no se está dispuesto a cambiar: lo que importa es el color del gato, no que cace ratones; en oposición a la máxima china. ¿Cuál es la explicación? Muy probable, una combinación de todas esas actitudes que cristianos y humanistas deberían evitar en búsqueda de la verdad.

* Ph.D. Profesor titular, Pontificia Universidad Javeriana, Departamento de Economía.

 

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