¿Dónde están los ladrones?

Sorayda Peguero Isaac
20 de julio de 2019 - 06:30 a. m.

Algunos vecinos se asoman a los balcones para ver cómo la policía francesa se lleva al muchacho español. Son las siete de la mañana. Cuando lo sacan de su casa, con el rostro contrariado, la camiseta manchada de pintura y un pantalón desteñido, Pablo Picasso tiembla de miedo. “Algo habrá hecho”, se le escucha decir a una portera. Durante el interrogatorio le piden a Picasso que identifique a otro detenido. “¿Conoce usted a este señor?”, le pregunta el juez de instrucción. “Nunca antes he visto a este hombre”.

Picasso acaba de negar a uno de sus mejores amigos.

El poeta Guillaume Apollinaire y Pablo Picasso son los principales sospechosos del robo de La Gioconda. La mañana del lunes 21 de agosto de 1911, la pintura de Leonardo da Vinci desapareció del Museo del Louvre. Aprovechando que el museo estaba cerrado, los ladrones burlaron la escasa vigilancia, entraron en el Salon Carré, descolgaron el cuadro y huyeron dejando el marco abandonado en el camino. La pareja de sospechosos tiene antecedentes por tráfico de obras de arte. Cuatro años antes, Apollinaire y Picasso compraron a medias dos esculturas ibéricas que fueron robadas de la colección del Louvre por un ciudadano belga.

Los curiosos se agolpan en la entrada del museo para contemplar el vacío que dejó la mujer de la inquietante sonrisa. A La Gioconda le dedican canciones y versos, está en las portadas de los periódicos, y no solo en los periódicos, su cara se imprime en postales y hasta en cajas de bombones. Mientras tanto, la policía admite que ha estado siguiendo las pistas equivocadas. Picasso y Apollinaire son inocentes. La prensa internacional habla de “el robo del siglo” y los franceses se preguntan: “¿Dónde está La Gioconda? ¿Dónde están los ladrones?”.

La respuesta llegaría dos años después del robo. La obra de Da Vinci salió del Louvre camuflada con la bata de trabajo de un exempleado del museo. Poco antes de las ocho de la mañana de aquel día de agosto, el italiano Vincenzo Peruggia, de ocupación pintor y carpintero, se adueñó del cuadro. Por un tiempo lo escondió en un baúl de su pequeña casa, en la rue de l'Hôpital-Saint-Louis de París. Luego se lo llevó a Florencia. En las declaraciones que ofreció a la policía, Peruggia dijo que robó la pintura por una cuestión patriótica: “Yo solo soy un patriota que ha querido devolverle a Italia la sonrisa de nuestra Madonna”.

Según el escritor y pintor italiano Giorgio Vasari, el mercader florentino Francesco del Giocondo le encargó a Da Vinci que hiciera un retrato de su esposa, Lisa Gherardini, también conocida como Lisa del Giocondo, o como Mona Lisa. Pero Da Vinci interrumpió la tarea que empezó en 1503 para emplearse en otros encargos. Nunca le entregó la pintura a la familia italiana. En 1518, La Gioconda fue adquirida por Francisco I de Francia. “Mona Lisa era muy hermosa —escribió Vasari—. Mientras la retrataba (Da Vinci), tenía gente cantando o tocando, y bufones que la hacían estar alegre, para rehuir esa melancolía que se suele dar en la pintura de retratos”.

Quien quiera visitar a La Gioconda en su domicilio actual de la Salle des États, ubicado en la primera planta del Louvre, tendrá que ingeniárselas para atravesar una cortina de teléfonos celulares. Salir de la sala con una evidencia de que se estuvo ahí, a pocos metros de la dama italiana, requiere de una prueba de agilidad. La tarea no es fácil. Salvo raras excepciones. El día que Kim Kardashian entró en la Salle des États, la cortina de celulares se esfumó. Un testigo dice que La Gioconda sintió celos. Por primera vez, sus admiradores le dieron la espalda.

sorayda.peguero@gmail.com

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