Dos paradigmas

Juan David Ochoa
10 de marzo de 2018 - 01:25 p. m.

La atención mediática y el rumor general concentran la atención en una polarización política nunca antes vista, nunca antes sostenida al filo del incendio. No hubo nunca tanta distancia y tanto abismo entre dos interpretaciones antagónicas sobre los destinos posibles de un país que supera progresivamente su autodestrucción,  sobre el transcurso y las vertientes ilegales que tomó la vida entre la tronamenta  de la balas, sobre las soluciones pendientes de un futuro sin el lastre de ese círculo vicioso del odio. Pero esa polarización, lejos de ser un fenómeno absurdo, fue siempre previsible y resulta entendible y natural ahora, cuando una guerra ha terminado y los puntos fundamentales del tiempo perdido empiezan a ponerse en discusión. Es natural que ese choque de paradigmas se escuche mal, y que sea estrepitoso y parezca delirante.

En esa discusión sin fondo sigue estando el punto inaugural y neurálgico del mismo conflicto: el acceso a la tierra: su  traspaso confuso y violento entre generaciones y mercenarios, entre testaferros, guerrilleros, paramilitares, narcotraficantes, latifundistas antiguos, señores feudales, senadores de rapiña, tinterillos que escalaron entre la devastación y la ausencia del Estado.

El paradigma que conserva la tradición, la misma ideología conservadora que dinamitó la democracia persiguiendo liberales y desplazando opositores con sus viejas tropas de chulavitas y pájaros, quiere que ese gran desastre irresuelto de la tierra permanezca intacto, lo quiere inmodificable aduciendo una conspiración del paradigma opuesto para desplazarlos a ellos,   los  que heredaron esas mismas tierras desde esos días antiguos de la persecución y de los campos apropiados con documentos alterados. Es justo ese mismo paradigma, ahora representado por los terratenientes unidos y ultraconservadores del Centro Democrático y Cambio Radical, la línea ideológica que niega la existencia histórica del conflicto: niegan los principios políticos de la violencia y el estatus beligerante de esos inicios de la confrontación, y es ese mismo paradigma el defensor a ultranza del latifundio improductivo; ese poderoso negocio que retiene miles de hectáreas de baldíos en una permanente valorización astronómica del suelo para enriquecimientos particulares.  

Esa visión del pasado y ese esfuerzo por sostener sus dominios contra todo progreso y toda evolución, se enfrenta en la próxima elección presidencial a la primer propuesta tangible y frontal que pretende resolver este entramado de gamonalismo centenario. Lo intentan tildar de populismo, pero es la base elemental de las soluciones siempre postergadas. En esas tierras detenidas y defendidas a muerte por sus propietarios ilegítimos está el primer eslabón del progreso agrícola y la futura inversión de las zonas liberadas por los grupos armados.

El auge de Petro se explica justamente en su atrevimiento al nombrar lo que la corrección política se ha negado a debatir por intereses  del entramado interno de las convivencias interpartidistas.  Aunque el Centro Democrático intenta ahora desesperadamente alinearse en las mismas temáticas, los auditorios académicos, las regiones marginadas y las nuevas generaciones parecen creerle más a quien representa una respuesta frontal a esa larga tradición de la mentira. 200 años de derecha continua no han podido resolver  las urgencias que vinieron retrasadas desde siempre. Ese fracaso insistente lo ha comunicado Gustavo Petro sin evasivas, y aunque el panorama de una eventual presidencia parezca oscurecido por los torpedos de un Congreso radicalizado, la historia parece poner en la balanza ahora su favorabilidad contra los candidatos y los partidos de la fría costumbre. 

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