Dos siglos de edad

Mauricio García Villegas
28 de julio de 2018 - 02:10 a. m.

Los cumpleaños son una oportunidad para festejar el presente, claro está; pero también para ver las cosas con una perspectiva de largo plazo. El próximo 7 de agosto se cumplen casi dos siglos de vida republicana en Colombia; 199 años, para ser más precisos. Una ocasión como esta debería servirnos para pensar en lo que hemos sido como país y como proyecto de sociedad. ¿Cuál es el balance de estos dos siglos? Difícil responder en una columna. Pero algo puedo decir.

La suerte de un país depende de lo equilibrada que sea la relación entre la sociedad y el Estado. Muchos fracasos se originan en el desarreglo de esta combinación; bien porque el Estado tiraniza a la sociedad o bien porque la sociedad corrompe al Estado.

Esto último es, a mi juicio, lo que ha ocurrido en buena parte de la historia colombiana: una sociedad muy enérgica con un Estado relativamente incapaz de conducir esa energía por los canales del bien común. Hasta 1920 las instituciones colombianas eran frágiles, casi inexistentes. Desde entonces se han conseguido avances importantes en asuntos sociales como salud, educación, servicios públicos y, recientemente, construcción de carreteras. Pero muchos de esos logros han sido impulsados por la sociedad, más que por el Estado, lo cual explica lo poco que han contribuido esas mejorías a resolver los problemas de desigualdad social que tiene el país. Quizás el mejor ejemplo de esto es la educación, con una ampliación considerable de la cobertura, pero conseguida sobre todo a través de la oferta privada, dando como resultado una especie de apartheid educativo, con clases sociales que estudian por aparte y reciben un servicio de calidad diferenciada.

El Estado, por su lado, se ha fortalecido y modernizado en los últimos 50 años. Pero ha tenido muchas dificultades para controlar las pulsiones violentas e ilegales que vienen de la sociedad y a veces del mismo Estado. A mediados del siglo XX murieron unas 100.000 personas en una guerra civil particularmente absurda, alimentada por demonios engendrados en la religión y el patriotismo. Peor aún, entre 1985 y 2015 murieron unas 700.000 personas en un conflicto armado entre bandos no menos alucinados por ideologías totalitarias. Mucha de esta violencia tiene origen en un Estado ausente en, por lo menos, la tercera parte del territorio nacional. Allí prosperan ilegalidades de todos los pelambres, con efectos muy dañinos en todo el país. De otra parte, el Estado tampoco ha sido capaz de controlarse a sí mismo y de impedir que algunas de sus instituciones sean capturadas por una parte de la clase política que vive del pillaje de los recursos públicos.

La violencia y la corrupción se originan en el desequilibrio entre una sociedad demasiado fuerte y un Estado incapaz de controlarla. Allí está lo más representativo de nuestro desorden nacional; un desorden que, con frecuencia, intentamos remediar acudiendo a medidas autoritarias, con la ilusión de que ellas pongan en cintura a la sociedad y sus desafueros. Así pasamos del desorden al orden autoritario, con lo cual no resolvemos nada y, por el contrario, alimentamos las energías indómitas de la sociedad.

Tal vez el gran desafío que tiene esta nación, de casi dos siglos de edad, pero todavía balbuceante, es sintonizar a la sociedad con el Estado y de esta manera crear, entre el caos y el despotismo, un orden legítimo.

Adenda: Dejaré de escribir esta columna durante algunos meses mientras termino un libro que tengo engavetado hace años. No soy capaz de hacer las dos cosas al mismo tiempo. La vida es corta y mi escritura es lenta. Extrañaré a mis lectores.

 

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