Duelo, rituales y solidaridades

Rodrigo Uprimny
18 de noviembre de 2018 - 00:00 a. m.

Mi hermano Andrés murió esta semana. El dolor para todos sus familiares y amigos es enorme, pues no solo fue una muerte prematura, sino que Andrés supo hacerse querer entrañablemente.

Tenía una nobleza y generosidad excepcionales, y estaba todo el tiempo haciendo bromas, a veces excesivas, pero nunca malintencionadas y siempre divertidas. Y tenía un agudo sentido de la justicia, que lo hacía embarcarse en cruzadas cotidianas, que a algunos pudieron parecernos excesivas, pero que, si siguiéramos su ejemplo, el mundo sería mejor. Por ejemplo, hace 20 años, mucho antes de que existieran las regulaciones antitabaco, si Andrés estaba en un restaurante y alguien fumaba cerca de un niño o una mujer embarazada, se levantaba y le pedía a la persona que se abstuviera de seguir fumando o que lo hiciera afuera, y le explicaba el concepto de fumador pasivo. A veces recibía reacciones negativas, pero en muchos otros casos lograba su propósito.

Hoy esta actitud de Andrés es normal y todos la tenemos. Pero es fácil, pues existe la Ley Antitabaco y el cambio cultural en este aspecto ha sido profundo. Pero hace 20 años, cuando muchos varones se sentían aún el “hombre Marlboro”, la cruzada de mi hermano tenía algo de heroico. Y se embarcó en otros combates semejantes: como reseñé en una columna, Andrés luchó para que existiera la asignatura de “educación vial” en los colegios, pues estaba convencido, con razón, de que eso serviría para reducir las dolorosas muertes por accidentalidad. Luchas como las de mi hermano son importantísimas, pues a veces los cambios más profundos y duraderos no derivan de grandes revoluciones políticas, sino de la suma de esos pequeños heroísmos cotidianos.

Yo aprendí mucho de Andrés, como he aprendido de todos mis hermanos y de mis amigos. Una columna no me permite expresar todas sus enseñanzas, por lo que me concentro en una: su notable capacidad para asumir sus errores y pedir perdón. Andrés era intenso y un poco volado. Por eso, aunque nunca con mala intención, a veces pudo ofender a otros. Pero cuando esto sucedía, siempre reconsideró su comportamiento, asumió su responsabilidad y pidió genuinamente disculpas, con lo cual lograba reconciliaciones maravillosas. Siempre le admiré esa capacidad, que es tan necesaria en nuestro país.

Escribo esta columna no solo para honrar la memoria de mi hermano sino también por otra razón: aunque suene extraño, sus honras fúnebres, aunque muy dolorosas, fueron bellas. Sus hijos (Catalina, Natalia y Andrés Felipe) hicieron en la misa un recuerdo lindo de Andrés, que nos conmovió y en cierto sentido alivió a todos. En estos días, los familiares hemos recibido expresiones de afecto y solidaridad. A su despedida acudieron muchos amigos que nos recordaron muchas cosas bellas sobre su humor, su generosidad y su sentido de la justicia. Y aunque la tristeza sigue siendo enorme, la ceremonia, las expresiones de solidaridad y las remembranzas de Andrés alivian mucho.

Esto me hizo pensar en una obviedad: en la importancia de las honras fúnebres. Soy reacio a muchos ritos, pero tengo claro que algunos son fundamentales, pues somos “animales ceremoniales”, como dijo Wittgenstein. Los funerales son ese momento ritual en que podemos honrar al difunto y solidarizarnos con el dolor de quienes le sobreviven, expresándole nuestra condolencia, que es literalmente dolerse con el otro. Esta ceremonia de solidaridad es un momento profundamente humano que ayuda a elaborar el duelo, esto es, a que la ausencia de personas como Andrés, hoy tan dolorosa, pueda volverse algún día una presencia, siempre nostálgica, pero serena y protectora. Por eso, gracias por todo este apoyo.

* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.

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