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El valor de la transparencia

INESPERADAS REVELACIONES SE VAN conociendo a diario en las investigaciones que comienzan a avanzar sobre las derrumbadas pirámides y, en especial, sobre la enigmática empresa DMG, que terminó siendo según todo parece indicar y como era apenas lógico para cualquiera que se tomara la molestia de preguntarse en qué podían sustentarse los beneficios y rendimientos ilusorios que otorgaba en  un esquema de lavado de dinero criminal de todo origen.

El Espectador
29 de noviembre de 2008 - 10:00 p. m.

Un esquema que además  —también comienza a conocerse— sirvió para penetrar las más altas esferas de la sociedad, bien para el chantaje protector frente a las acciones judiciales, bien para crear una fachada de legitimidad, bien para infiltrar la economía legal que sirviera para ampliar sus negocios y lavar más dinero sucio. En esa penetración cayó muchísima gente de la que se hubiera esperado una actitud más prudente y desconfiada ante honorarios y ganancias muy por encima de lo normal y siempre en efectivo.

 A la par con las revelaciones  surgen las excusas de siempre: que no se sabía, que no tenía procesos,  que no parecía ilegal, que solamente prestaba  un servicio profesional, y algunas otras  más creativas. ¡Pamplinas! Nadie que no quisiera a propósito taparse los ojos podía entrar en tratos con DMG sin saber que estaba lidiando con un negocio oscuro. Y, ahora, cuando a estos personajes que posan de ingenuos se les indaga por los beneficios monetarios o materiales recibidos,  enarbolan la privacidad, derecho fundamental que es dable proteger en  personas comunes mas no en los funcionarios o incluso las figuras públicas.

Ha hecho bien esta semana, en tal sentido, el presidente Álvaro Uribe al aceptar la solicitud del partido Liberal, a través de su vocera, la senadora Cecilia López, de entregar a la Procuraduría General de la Nación su declaración de renta y las de su esposa e hijos. Igual la Senadora al ofrecer la suya, ante la mordacidad del Ministro de Agricultura. Ese mismo afán por exponerse  debería existir en todos quienes nada tienen para ocultar.

¿Por qué temerle a la transparencia? ¿Por qué, para seguir con otro  tema del momento, los recolectores de firmas para el referendo en busca de la reelección siguen buscando la manera de no revelar el origen de su financiación? ¿Y por qué quienes aportaron —si, como esperamos y suponemos, fueron empresarios legales— no quieren que se sepa? No hacerlo, lo único que hace es abrir el espacio para las especulaciones y la desconfianza.

En este país de realidades complejas y tanta sofisticación criminal —y también, hay que decirlo, de gusto por la cacería de brujas— sería urgente que recobrara su significado aquella frase,   “mi vida es un libro abierto”, que de tanto mal uso ya no significa nada. Como no significan nada ya los golpes de pecho, como muchos de los que hemos escuchado esta semana, que se quedan a mitad de camino,  son elocuentes en la palabra pero ocultan los hechos. Porque por ese camino la idea que florece —y que a muchos les gusta defender— es que todo es lo mismo, que no hay quien tire la primera piedra, que todos debemos arroparnos en la flexibilidad moral que nos domina.

Si la transparencia volviera a ser un principio fundamental de nuestra sociedad, el margen de maniobra de la ilegalidad se reduciría notablemente. Aprenderíamos de nuevo a llamar las cosas por su nombre y a saber distinguir quién realmente merece nuestra confianza.

Por El Espectador

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