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La reforma a la Cancillería

EL CONGRESO DE LA REPÚBLICA SE apresta a conceder, otra vez, facultades extraordinarias al Ejecutivo para que reforme el régimen de carrera diplomática y del servicio exterior. El proyecto muy seguramente recibirá la bendición la próxima semana en la tradicional lluvia de aprobaciones antes de las vacaciones legislativas.

El Espectador
11 de diciembre de 2008 - 11:00 p. m.

Cuentan los cronistas políticos que en uno de los debates en la Comisión Segunda de la Cámara hace dos semanas, cuando todo hacía prever que se hundiría, uno de los miembros de la bancada oficialista argumentó que era necesario votar favorablemente el proyecto “para darle confianza al Ejecutivo”. Y, en efecto, pasó a plenaria.

La complejidad de la agenda de política internacional colombiana sugeriría cuando menos prudencia al entregar dichas facultades a un gobierno que, como el actual, se ha caracterizado por un manejo más bien ligero de los temas internacionales y del servicio exterior. El reciente escándalo del Cónsul en Maracaibo rindiéndole cuentas a un asesor de la Casa de Nariño sobre el efecto de las elecciones venezolanas en “el trabajo nuestro de allá”, es un testimonio claro de lo que han sido los nombramientos de cargos diplomáticos y consulares en los dos últimos períodos: requisito principal, único podría decirse, la lealtad con el jefe.

El ministro de Relaciones Exteriores, Jaime  Bermúdez, ha intentado imprimir un mensaje de renovación en la gestión de la alicaída Cancillería. De entrada ha anunciado su defensa de la carrera diplomática, pero con una mayor exigencia, y en general ha dado muestras de querer retomar para el Ministerio el mando de las relaciones exteriores. Pero los resultados de sus intenciones aún están por verse.

Por lo que se sabe (y lo mencionaba la internacionalista Arlene Tickner en un artículo el martes pasado en este diario) el proyecto de reforma está basado en un estudio contratado hace dos años, a un alto costo y sin resultado visible hasta el momento. La no visibilidad tiene dos dimensiones: que los problemas de funcionamiento del aparato de la política exterior siguen iguales o peores (ninguno de los temas críticos se ha resuelto o ha avanzado satisfactoriamente) y que, efectivamente, nadie ha podido ver los documentos resultado del  estudio, sobre el cual se basará ahora la reforma que resultará de las facultades que el Congreso está listo a entregar.

La Misión de Política Exterior que se creó esta semana es ciertamente un paso en la dirección correcta. Ante la tradicional crítica de que la política exterior del país no es una política de Estado, sino de gobiernos, se busca diseñar un plan de ruta que sirva para estructurar el comportamiento internacional del país. Se trata de identificar las tendencias del orden internacional y  buscar la mejor manera de procurar, en el largo plazo, una inserción más efectiva del país en el mundo. Con esta Misión, para la que, al menos en los anuncios, no habrá temas vetados, se evitarán los bandazos y se tendrá una suerte de “manual de  instrucciones” que evite que cada gobierno y cada canciller terminen construyendo política para satisfacer los intereses miopes domésticos o de coyuntura, que poco o nada tienen que ver con la defensa de los intereses del país a nivel internacional.

Con todo, el éxito de la Misión no está garantizado. Con una convocatoria estrecha, unos términos de referencia confusos (¿qué significará eso de “indicar dónde debe estar la política exterior colombiana”?) e ignorando una tarea fundamental, como sería la de crear un consenso mínimo sobre temas críticos por medio de un constante diálogo con miembros y organizaciones tanto del Gobierno como de la sociedad civil, el informe de los expertos (varios de ellos muy bien reputados y con trayectorias meritorias) puede terminar siendo otro documento que, como el de la consultoría de los $1.300 millones, termine archivado en una oscura gaveta del despacho del Ministro. Ojalá que no sea así.

Por El Espectador

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