Calmar los ánimos

El 2018 fue un año de pasiones exacerbadas y sucesos francamente desalentadores que invitaron al pesimismo. Un sentimiento generalizado de desconfianza en las instituciones, en la justicia, en quienes difieren de nosotros, en que las cosas pueden, por fin, cambiar para bien, pareció invadirnos. Son encrucijadas como estas las que deben motivarnos a luchar contra nuestros peores instintos y redoblar esfuerzos para buscar, juntos, soluciones.

El Espectador
24 de diciembre de 2018 - 05:00 a. m.

En medio de fuertes tensiones sociales, dificultades económicas y atormentados aún por el fantasma de una violencia que no nos abandona, los momentos que nos ofrecieron alguna esperanza de redención fueron aquellos marcados por el diálogo y el consenso. Cuando la ciudadanía alzó la voz y expresó su descontento, por primera vez en mucho tiempo los líderes políticos escucharon con más atención.

Sin embargo, en un año en el que el país debía dar debates trascendentales para el futuro, muchos naufragaron en medio de agresiones ensordecedoras y abismos creados por facciones enfrentadas. Caímos, todos, como sociedad, en la trampa de la confrontación gratuita, el insulto deshumanizante, el argumento vacío y distractor. Podemos y debemos hacerlo mejor, cambiando el tono, debatiendo con altura.

No se trata de callar cuando estamos inconformes ni de anular los disensos. Se trata, en cambio, de aprender a hablar. Llevamos décadas agrediéndonos con todas la armas posibles, incluidas las palabras. Dejar de matarnos no es suficiente —y todavía no hemos parado de hacerlo—. Es momento no solo de dejar vivir al otro, sino de convivir con él, sin atisbos de violencia. Todas las discusiones que demos en las calles, en las redes, en tribunas y recintos, en el espacio más íntimo de nuestros hogares, deberían tener la misma integridad y consideración por nuestros interlocutores. Si no somos capaces de reconocer en ese otro a un interlocutor digno, a un semejante, y no a un adversario a vencer, jamás dejaremos de buscar formas más o menos violentas de imponernos, ni podremos dejar atrás la violencia que nos ha consumido durante décadas.

La “tregua” que solemos concedernos en estas fechas es el momento propicio para calmar los ánimos y ofrece un espacio de silencio, alejado del ruido de la cotidianidad, para reflexionar sobre lo realmente importante: ¿qué clase de país es el que queremos construir? ¿A quiénes estamos dejando por fuera? ¿Cuáles son los consensos mínimos a los que debemos llegar, como sociedad, para convivir todos en paz a pesar de nuestras diferencias? En una época en la que acostumbramos a plantearnos proyectos personales, qué mejor momento para pensarnos como país y apostarles a los propósitos colectivos.

Dentro de una semana estaremos a las puertas de un nuevo año. La pregunta es si Colombia seguirá siendo la misma, una nación atrincherada en bandos y banderas, cada vez más convencidos de sus diferencias que de sus aspiraciones comunes, o si podremos ponernos de acuerdo en lo esencial de una vez por todas y echar a andar los vientos de cambio.

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Por El Espectador

 

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