La confesión de Rafael Uribe Noguera

No se puede olvidar, ni por un instante, que lo ocurrido con Yuliana Samboní no es un caso aislado. Según la ONU, cada día 21 niñas entre 10 y 14 años son violadas en nuestro país.

El Espectador
13 de enero de 2017 - 02:23 a. m.
Grafiti del artista urbano Emerson Cáceres, “Cacerolo”, con el retrato de Rafael Uribe Noguera, el asesino confeso de la niña Yuliana Samboní. La violación a menores es un problema estructural que requiere intervenciones culturales que toquen muchos ámbitos de la sociedad. / Efe/Juan Carlos Gomi
Grafiti del artista urbano Emerson Cáceres, “Cacerolo”, con el retrato de Rafael Uribe Noguera, el asesino confeso de la niña Yuliana Samboní. La violación a menores es un problema estructural que requiere intervenciones culturales que toquen muchos ámbitos de la sociedad. / Efe/Juan Carlos Gomi
Foto: EFE - Juan Carlos Gomi

Con la confesión oficial de Rafael Uribe Noguera avanza el caso por el secuestro, la violación y el homicidio de la menor de siete años Yuliana Samboní. El actuar contundente de la Fiscalía ha demostrado que la justicia tiene todas las herramientas para ser eficiente cuando hay voluntad y recursos, y aunque todavía quedan preguntas complejas por contestar en este caso particular, la solución judicial deja todavía viva la tarea de que el país se tome el abuso sexual en serio, más allá de los populistas cantos de sirena de quienes ven en la cadena perpetua la única solución a una falla estructural de la sociedad.

Ante la jueza 35 de conocimiento, la fiscal especializada María Lorenza del Castillo pidió la sanción máxima contra Rafael Uribe Noguera por lo ocurrido con Samboní, y éste aceptó los cargos. Falta una audiencia donde se definirá exactamente cuántos años de prisión pagará por lo que hizo. Medicina Legal, mediante su dictamen, confirmó que la muerte de la menor “se produjo por asfixia combinada por sofocación y estrangulamiento asociada con signos de actividad sexual y tortura”. Uribe Noguera la había secuestrado de un parque con anterioridad y llevado a su apartamento. Después, según los hallazgos del ente investigador, se comprobó la solicitud de un domicilio por parte del acusado en el que pidió aceite de cocina, un encendedor y un paquete de cigarrillos, hecho que se relaciona con la alteración de la escena del crimen que ocurrió ese mismo día.

El actuar de la Fiscalía dejó en evidencia que el ente investigador tiene las capacidades de llevar a buen puerto casos tan complejos como este. No cabe duda de que la presión adecuada que ejerció, junto con la recolección de pruebas, llevó a la confesión de Uribe Noguera. Y eso es precisamente lo que necesitaba el país ante unos hechos que causaron justo horror entre los colombianos. En especial porque fueron varios los puntos de tensión que tocó este crimen: el abuso sexual a menores que ha estado históricamente condenado a la impunidad, las diferencias entre clases sociales que generaban desconfianza sobre la aplicación de justicia y una Colombia que no sabe aún qué hacer con la violencia de su día a día, aquella que no tiene que ver con el conflicto armado y que cobra más víctimas cada año.

Falta todavía que la Fiscalía responda un interrogante gigante en el caso: ¿qué papel jugaron los hermanos de Uribe Noguera? Si se prueba que hubo participación en la alteración de la escena del crimen con el objetivo de saltarse a la justicia, es necesario que se presente una sanción ejemplar. Un comportamiento así es inaceptable.

Dicho lo anterior, no se puede olvidar, ni por un instante, que lo ocurrido con Samboní no es un caso aislado. Según la ONU, cada día 21 niñas entre 10 y 14 años son violadas en nuestro país. Sí, 21 cada día. Y lo más frustrante es que el Estado sigue mostrando su incapacidad de evitar ese flagelo, pues aún hay resistencia a entender que es un problema estructural que requiere intervenciones culturales que toquen muchos ámbitos de la sociedad. La impunidad de estos casos (y, en general, de la violencia de género) no es sólo culpa de un sistema judicial colapsado; también está empujada por los prejuicios de un país que sigue creyendo que los trapos sucios se lavan en casa, que hay abusos que deben soportarse y que, además, no les cree a las mujeres cuando denuncian los atropellos en su contra. Así como nos preocupan los menores, también debemos preguntarnos qué estamos haciendo para que, al crecer, quienes sean víctimas no se encuentren con ambientes hostiles.

Finalmente, sigue andando, con entusiasta apoyo de varios políticos, la idea de la cadena perpetua para violadores. Sobre el tema, ya tratado en este espacio, basta reiterar una pregunta: ante la magnitud del problema, ¿es una medida ineficiente e inhumana la mejor manera de homenajear a las víctimas del abuso sexual?

¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a yosoyespectador@gmail.com.

Por El Espectador

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