El Estado les está fallando a los líderes sociales

Incluso si uno acepta las precisiones oficiales, lo que sí es sistemático es la incapacidad estatal para proteger a los defensores de derechos humanos.

El Espectador
14 de febrero de 2017 - 02:00 a. m.

Mientras el Gobierno sigue distraído en una discusión semántica sobre los términos “sistematicidad” y “paramilitarismo”, en Colombia continúan siendo asesinados y amedrentados líderes sociales de izquierda. Sea cual fuere la conexión entre los casos, que van en peligroso y aterrador aumento, lo claro es que al Gobierno le está quedando grande ejercer el monopolio de la fuerza en todo el país y controlar la criminalidad, lo que a su vez hiere de gravedad el sueño de tener una democracia más robusta y en paz.

Aunque no hay consenso sobre un número exacto, informes de organizaciones como Indepaz señalan que sólo en 2016 la cifra de integrantes de organizaciones sociales, ambientales y movimientos políticos de izquierda que fueron asesinados ascendió a 116. Eso sin contar los más de 300 amenazados y las casi 50 víctimas de atentados. En lo que va del 2017 han sido asesinados 13 líderes sociales, dos de ellos integrantes de Marcha Patriótica, tres líderes comunitarios, dos reclamantes de tierras, dos representantes de juntas de acción comunal, una de comunidades indígenas y el resto de asociaciones campesinas. ¿Qué más evidencias se necesitan para aceptar que estamos ante una emergencia?

La respuesta de la administración de Juan Manuel Santos, aunque vehemente en el discurso (al igual que la Fiscalía), ha demostrado su ineficacia en la práctica. Preocupa que el Gobierno utilice cada caso para explicar que no hay sistematicidad (lo que, en su opinión, debería calmar la angustia que produce la ocurrencia de un genocidio similar al de la Unión Patriótica) y que el ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, haya dicho que “no hay paramilitarismo. Decir que lo hay significaría otorgarles reconocimiento político a unos bandidos dedicados a la delincuencia común y organizada”.

Incluso si uno acepta las precisiones oficiales, lo que sí es sistemático es la incapacidad estatal para proteger a los defensores de derechos humanos. ¿Qué dice de un país entrando al posconflicto si la “criminalidad normal” es capaz de ir purgando, una a una, esas voces históricamente aisladas del debate político nacional?

No en vano la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) cuestionó la falta de acción en casos como el del líder comunitario Aldemar Parra García, quien fue asesinado en el departamento del Cesar el 7 de enero, a pesar “de que el Estado había sido informado, a través de su sistema de alerta temprana, de amenazas de muerte contra miembros de la comunidad y de la presencia en el área de hombres sospechosos”. Amnistía Internacional, por su parte, manifestó que “estos valientes activistas están siendo silenciados por poderosos intereses económicos y políticos locales y regionales, así como por diversos grupos armados, incluidos paramilitares, por defender sus derechos o exponer la trágica realidad del país”.

Si todo eso suena familiar, es porque los patrones son los mismos, los motivos para la persecución no han variado, los lugares de influencia son los que tienen vacíos de poder estatal y los actores se parecen mucho a los “desaparecidos” paramilitares. “No queremos más guerrilleros ni narcotraficantes en el Cauca”, dice una comunicación que busca intimidar a Jonatan Enríquez Centeno Muñoz, vocero departamental del movimiento Marcha Patriótica. ¿Cuántos mensajes similares no hemos visto en la historia de Colombia?

Sólo el pasado fin de semana fueron atacados dos líderes sociales, también en el Cesar. Ya es hora de abandonar las discusiones sobre palabras y concentrarnos en el elefante en la habitación: Colombia sigue siendo un país hostil para quien piensa diferente.

 

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Por El Espectador

 

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