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El militar votando

Cursa en el Congreso, de nuevo, un proyecto de acto legislativo que pretende concederles el voto a los miembros de la Fuerza Pública.

El Espectador
04 de agosto de 2013 - 10:00 p. m.

 En esta ocasión es Joaquín Camelo, representante liberal, quien tramita la iniciativa. Bajo este esquema, pretende modificar el artículo 219 de la Constitución Política para que los militares puedan ir a las urnas, presentarse a cargos de elección popular (con autorización previa del presidente de la República) y participar en debates de partidos o movimientos políticos.

Nada menos que cambiar la esencia de dicho artículo, que prohíbe todo lo que en la reforma quiere permitirse. Dice Camelo que es una cuestión de democracia: de inclusión, de modernidad, de participación. Dice, también, que el mundo ha cambiado. Mucho más allá de todas estas palabras, lo que el congresista afirma en términos menos dispersos es que se necesita un cambio de modelo para el postconflicto, una vez que los diálogos en La Habana con la guerrilla de las Farc lleguen a buen término. Si la guerrilla participa —parece ser la consigna—, que los militares también.

He ahí la razón para que la propuesta se haya ampliado tanto: de ser sólo el voto en la pasada legislatura, en esta le metieron el ingrediente de las conversaciones de paz y, por ese boquete, abrieron la posibilidad de que los miembros de la Fuerza Pública puedan participar plenamente de una democracia. Todo esto suena muy bien en esencia, pero hay más de fondo.

Lo primero es la presunta equivalencia entre militares y guerrilleros. Ya hemos escuchado muchas voces de la opinión pública pidiendo cosas para los miembros de la Fuerza Pública: que también les perdonen sus delitos, por ejemplo, o que también les rebajen las penas, por la guerra, por la igualdad que se desprende de ella. Y en este caso particular, que también los dejen participar en política. Pero en todo este pliego de peticiones, no se tiene en cuenta que uno y otro son actores del conflicto de distinta naturaleza: uno pertenece a la institucionalidad y el otro no. En su esencia son cosas muy diferentes. Es por eso que a los militares no se les puede juzgar con el mismo rasero que a los guerrilleros. Es una cuestión de principios.

Lo otro es la democracia. Y la participación. Y la inclusión. Nada de eso se ve violentado por prohibirles a los miembros de un cuerpo militar, en un país que está en guerra, y que por esa misma guerra se ha polarizado en la política, el hecho de que voten. Porque es que los militares (los de Colombia, en específico) no son ciudadanos comunes y corrientes. Al interior de sus filas hay una línea de mando que tarda años en consolidarse, en la que se obedece ciegamente a las órdenes de los superiores, en la que hay una unidad de cuerpo que se defiende.

Y las armas. No concebimos aún la idea de que una persona armada (que es el Estado cristalizado en forma de fuerza legítima) esté proponiendo candidatos en los pueblos o participando en debates acalorados. Digamos que acá los militares podrían tener una resonancia muy grande en esa ciudadanía que no conoce del Estado sino a través de su fuerza. ¿Es un disparate esto? No nos parece tanto. Las situaciones hipotéticas en que un miembro del cuerpo militar se pare, fusil en mano, a dar sus opiniones políticas, son, en Colombia, casi infinitas. En esencia, la promoción de la política por parte de personas armadas es un exabrupto, por más de que se defiendan las credenciales (de títulos académicos, de preparación) que tengan los militares.

Mejor pensar con cabeza fría un tema tan espinoso como este. Esperemos que en el Congreso se evalúen las implicaciones reales de esta iniciativa, mucho más allá del discurso profuso de la participación y la inclusión.

Por El Espectador

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