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Ante el nuevo orden cambiario

La economía más grande del mundo devaluó su moneda. Un dólar débil y una tasa de interés cercana a cero le han servido a Estados Unidos para reactivar sus mercados y pagar su deuda externa, la única tasada en la propia moneda.

El Espectador
28 de enero de 2013 - 11:00 p. m.

Desde 2008 la pérdida de valor del dólar nos ha significado tener que dar menos pesos para comprar un dólar, pero también recibir menos por cada peso. Una tendencia que, de todas formas, se venía marcando desde 2004. Los exportadores están cada vez más golpeados. La relativa solidez de nuestra economía no les ayuda: entre mayor sea la inversión, mayor es la presión sobre el peso. La tasa de cambio se estabilizó alrededor de los $1.750 y lo que inició como una incierta coyuntura, se asentó como el nuevo orden cambiario.

Se ha señalado la importancia de no tomar medidas reactivas que redunden en la ineficacia, como el muchas veces inoperante control de capitales o la reducción temporal de aranceles y barreras que desestabilizan la política comercial para obtener efectos meramente transitorios. Con más acierto se ha advertido sobre la histórica y pronta voluntad de los gobernantes de repartir subsidios para calmar a los muy bien organizados gremios exportadores. La incómoda relación entre lo moralmente correcto y lo políticamente conveniente se ha resuelto, normalmente, priorizando lo segundo, lo que ha significado, en este caso, que los colombianos terminen cubriendo las pérdidas de ciertos sectores de la economía, demorados, por demás, en adaptarse a un giro cambiario que se anuncia desde hace más de seis años.

La dificultad de las ayudas directas, como las ofrecidas por la administración Uribe al banano, las flores y el café, y, de forma más generalizada, los auxilios repartidos por programas como Agro Ingreso Seguro, reside en que no hay claridad con respecto a quién realmente necesita las ayudas y quién amerita ser ayudado. Los que más pueden presionan más y reciben más —quizá sin necesitarlo—, mientras que quienes tienen menos voz no reciben ayuda, o si lo hacen, quizá no les convenga porque su situación financiera se encuentra tan comprometida, que no son capaces de salir a flote y terminan enredados con la justicia luego de no cumplir los términos de los créditos estatales, como sucedió con varios floricultores hace dos años.

Pero más allá de nuestra oscura experiencia, es en principio arbitrario que un gobierno decida hacerse a millonarios recursos públicos para repartirlos a dedo y sanear el balance de empresas puntuales. Si el Gobierno está tan comprometido con los exportadores, como lo afirmó el ministro de Hacienda, Mauricio Cárdenas, ¿por qué no se compromete con un ajuste fiscal estructural? ¿Más fácil exigir al Banco de la República que aumente la compra de dólares sin medir su efectividad de largo plazo ni sus efectos colaterales? ¿Por qué no hay un compromiso sustancial con el ahorro público, aprovechando el auge petrolero, que disminuya la necesidad de depósitos externos? ¿Acaso conviene poco ahorrar en tiempos de reelección?

Hay que reconocer, además, que el país se ha quedado corto en aquella apuesta más segura: el incremento de su productividad. Si los gremios presionaran por carreteras e infraestructura, con la misma fuerza que presionan por ayudas y subsidios, el giro cambiario hubiese golpeado con mucha menor fuerza: nuestros productos podrían producirse con menos dinero y la caída en los ingresos no alteraría las ganancias.

Invertir en los fundamentales de la economía tiene menos réditos políticos, pero si queremos no permanecer ahogados en la coyuntura, más nos vale reconocer lo atrasados que nos encontramos con respecto a varios de nuestros vecinos.

Por El Espectador

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