Lo más preocupante del ataque del candidato Gustavo Petro a la libertad de expresión es que una de las personas más opcionadas para ocupar la Casa de Nariño no parece estar al tanto del daño que le hace a la democracia cuando actúa de manera impulsiva para matonear desde su posición de poder una opinión que le disgusta. También ha sido frustrante ver cómo, envalentonados por la irresponsabilidad del senador y candidato presidencial, sus seguidores se han dedicado a pontificar sobre cuáles discursos están protegidos y cuáles no, como si los derechos fundamentales solo fuesen válidos para las personas afines. Tildar a un ciudadano de “neonazi” y, de paso, señalar a un medio de comunicación por darle voz trae a Colombia los ecos de un autoritarismo que conocemos muy bien.
Petro y sus seguidores creen justificado su actuar. El autoritarismo de la censura siempre tiene excusas. En medio del ruido de su indignación, cualquier comentario que cuestione su cruzada justiciera por el daño que produce es silenciado como supuesta complicidad con un “neonazi”. Hemos leído que el candidato presidencial solo estaba defendiendo su buen nombre, que las opiniones del columnista señalado son nefastas -y lo son, pero ese es otro tema-, que una cosa es la “buena” opinión, la “buena” prensa, y otra muy distinta la xenofobia, el racismo y la discriminación. ¿Desde cuándo en Colombia solo se permiten las opiniones amables, decentes, sin insultos?
Tenemos que ser claros, porque esas trampas retóricas nos ubican en una encrucijada: este editorial no busca respaldar las posturas de David Ghitis, objeto de la furia petrista. Empero, sí creemos que en Colombia la libertad de expresión es, y debe seguir siendo, necesariamente laxa con todas las opiniones, incluso aquellas que puedan considerarse deplorables. No le corresponde a quien desea ser presidente de todos los colombianos definir con epítetos cuál lenguaje pueden o no utilizar sus opositores. Salvo, por supuesto, si sobrepasan los límites legales, en cuyo caso existen las acciones correspondientes.
Un senador, candidato presidencial con más de cuatro millones y medio de votos, con todas las posibilidades de llegar a la Casa de Nariño, no es un simple ciudadano más, no es una voz equilibrada en el debate público. Cuando Gustavo Petro llama “neonazi” a alguien, eso tiene consecuencias. Colombia lo sabe. Por lo demás, utilizar el nazismo para aplicarlo sin sentido a cualquier contradictor es jugar con una equivalencia irresponsable que banaliza una tragedia histórica.
En Colombia existen los mecanismos legales para tramitar los abusos de la libre expresión. Existen las solicitudes de retractación y las denuncias por injuria y calumnia. Ignorarlos y utilizar a cambio el poder público para señalar a alguien de “neonazi” y a un medio de ser su colaborador, atacar además a la Fundación para la Libertad de Prensa (Flip) cuando protesta, son graves características de política autoritaria y de alguien que no parece comprender su rol en el país que aspira liderar. Estigmatizar al contrario no es un acto democrático.
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