La ingrata lucha contra la corrupción

Si a un país en dificultades económicas le sumamos que un porcentaje considerable de los recursos con los que sí cuenta se pierden por culpa de la corrupción, es muy difícil pensar en alcanzar la tan mentada prosperidad.

El Espectador
19 de marzo de 2016 - 04:21 a. m.
La lucha contra la corrupción en entidades como la DIAN debería ser el centro de atención del país entero, más aún en un año de penurias financieras.
La lucha contra la corrupción en entidades como la DIAN debería ser el centro de atención del país entero, más aún en un año de penurias financieras.

La atención del país está puesta en el lugar equivocado. Desde finales del año pasado, tanto el Gobierno como distintos sectores de la ciudadanía han expresado su preocupación por la frágil condición de la economía colombiana. El paro nacional de sindicatos trabajadores de la semana que termina expresó el inconformismo, entre otras cosas, con el manejo tributario, el aumento del salario mínimo y la cifra de desempleo. El Gobierno, por su parte, no deja de lamentarse por el descalabro petrolero. Pero el principal reto para la sostenibilidad de Colombia ha pasado de agache: la complacencia con la corrupción.

Hace poco el Ministerio Público anunció un pliego de cargos contra dos exfuncionarias de la DIAN. Según la Procuraduría Delegada para la Economía y la Hacienda Pública, María Elena Botero, exdirectora de Gestión Organizacional, y Claudia Rincón, exdirectora de Gestión de Fiscalización en la DIAN, incurrieron en una falta grave a título de culpa gravísima durante sus años en la entidad. ¿Su falla? No haberse gastado todo el presupuesto que tenían a su disposición y haberlo devuelto al Ministerio de Hacienda. Terrible.

Más allá de los detalles de ese caso particular —y ambas han expresado motivos razonables para no haber ejecutado todo el presupuesto—, lo que genera un mal sabor, y debería ser de interés de todos los colombianos, es que Botero y Rincón estaban al frente de los esfuerzos por depurar a los cómplices del desangre corrupto en esa entidad.

Entre los males de la DIAN, por ejemplo, está un esquema de lavado de activos y defraudación al fisco por medio de devoluciones ficticias de IVA. Cuando esto se supo, la Procuraduría pidió los expedientes e inició investigaciones a los responsables. La DIAN entregó toda la documentación de sus indagaciones internas. ¿En qué terminó el asunto? Todos salieron sin sanción por vencimiento de términos.

Sí, el mismo Ministerio Público que ahora demuestra vehemente diligencia para juzgar a unas funcionarios por devolver dinero a la Nación, dejó vencer los términos en los procesos de quienes presuntamente estaban facilitando un desfalco que alcanzó más de $2,5 billones al año en 2010. El mensaje que eso les envía a los funcionarios públicos honestos es descorazonador, por decir lo menos.

Como lo escribió Juan Ricardo Ortega, exdirector de la DIAN, en El Espectador, “en la DIAN se enquistaron mafias corruptas que han robado miles de millones de pesos”. Además del esquema de devoluciones ficticias, se estima que el país pierde US$300 millones al año por el contrabando que aduanas permite a través de sobornos y funcionarios comprometidos con las mafias. Según Ortega, se identificaron cerca de 4.000 inspecciones fantasmas, es decir, cargamentos que se marcaban como revisados, pero que nadie había mirado. Si quisiéramos de verdad tapar el hueco fiscal, por ahí deberíamos empezar.

Si a un país en dificultades económicas le sumamos que un porcentaje considerable de los recursos con los que sí cuenta se pierden por culpa de la corrupción, es muy difícil pensar en alcanzar la tan mentada prosperidad. Las penurias de Ecopetrol y las discusiones sobre los nuevos impuestos —si bien importantes— palidecen al lado de lo que se pierde en esquemas criminales como el que opera en la DIAN.

Y si los funcionarios valientes que se enfrentan al poder de las mafias terminan, como parece ser en este caso, aplastados por el garrote leguleyo de quienes prefieren —o conviven, o se lucran con— la persistencia del statu quo, las señales que envía el Estado son contrarias a una solución posible.

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Por El Espectador

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