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Morir matando

EL TIRANO LIBIO, MUAMAR GADAFI, está cumpliendo los peores presagios de ahogar a su país en un baño de sangre al aferrarse demencialmente al poder apoyado por algunos miembros del Ejército y mercenarios que le son leales.

El Espectador
24 de febrero de 2011 - 11:00 p. m.

Mientras tanto aumenta dramáticamente la cifra de muertos en medio de la represión indiscriminada contra una población que buscan zafarse del yugo de la dictadura y que ya se ha hecho al control de la mayoría del país. La última gran dimisión fue la del ministro de Interior, aliado y amigo desde 1969, Abdulá Yunis, demostrando que el destino de Gadafi está echado.


La llama de Túnez y Egipto alcanza así otro país que ha sido manejado con mano de hierro, durante 41 años, por un megalómano excéntrico que de gran promotor de movimientos guerrilleros pasó a ordenar acciones terroristas como la voladura de un avión de Pan Am y luego a dejar hace algunos años las filas del “eje del mal” para mantener, hasta ahora, buenas relaciones hasta con Estados Unidos, su enemigo de antaño. De esta manera, sus pecados de juventud le eran perdonados mientras en adelante garantizara el normal flujo de petróleo, lo cual ha venido cumpliendo. En lo interno, los últimos acontecimientos demuestran hasta dónde el modelo de su “Jamahiriya”, o sistema de Democracia Directa, que promovió y que está descrito en su Libro Verde, fracasó. Gadafi buscó así apuntalar un poder omnímodo a través de una supuesta participación democrática del pueblo, cuando en realidad construyó un esquema de sometimiento de la población mientras concedía privilegios a los jefes de las tribus más importantes.


El petróleo le permitió mejorar ciertos indicadores sociales, colocándolo por encima de la media de los demás países africanos, y así logró consolidar un reconocido liderazgo regional. Pero ahora, una vez abiertas las compuertas de la rebelión, la población tiene a Gadafi contra las cuerdas, acorralado en Trípoli, mientras en ciudades importantes como Bengasi, Tobruk y Musratha se crean “comités populares” donde la sociedad civil se autogobierna y mantiene el orden. A diferencia de Túnez y Egipto, donde los militares fueron el fiel de la balanza, en Libia los que han sellado el destino del dictador son los líderes de las 25 tribus, que en su mayoría lo han abandonado, entre ellos Akram Al Warfalli, líder de la poderosa tribu Warfalla al afirmar perentorio: “Le decimos al hermano (Gadafi) que ya no es hermano, le decimos que abandone el país”.


Como efecto inmediato de esta situación, los precios del petróleo y del gas van en aumento ante la inestabilidad regional y las reacciones políticas de la comunidad internacional, en especial en Europa, se perciben como demasiado blandas. Barack Obama ha asumido una postura más firme, pero su nivel de influencia en Libia es mínimo. Naciones Unidas emitió un comunicado condenando el uso de la violencia, pero no ha habido una resolución específica mientras las cifras de muertos fluctúan entre 3.000 y 10.000. Una posible explicación, según los analistas, estriba en que la ola de cambios en el norte de África y Oriente Medio agarró a todos por sorpresa y no han podido elaborar una posición definida y una estrategia común, lo que deja campo a la aplicación de la máxima según la cual “como va viniendo, vamos viendo”.


Así las cosas, se podría pensar que para muchos países el tema adquiere real relevancia y es preocupante si lo que está en juego, al final del día, es el suministro de petróleo y su impacto en la economía mundial. Mientras tanto el creciente número de víctimas y la violación flagrante de los derechos humanos por parte del régimen libio quedan en un vergonzoso segundo plano. Si esa sigue siendo la lógica que va a primar mayoritariamente en el mundo, las dramáticas escenas que se han presenciado en los últimos días podrán repetirse a futuro cada vez que un tirano, en su delirio, prefiera incendiar su país antes de morir o suicidarse en medio de esta incontenible ola libertaria.

Por El Espectador

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