En el afán del día a día, en la necesidad de opinar sobre la marcha para responder a un país frenético, se nos van quedando atrás los espacios para reflexionar, reconocer errores e identificar evoluciones en nuestro punto de vista. Tal vez la muestra más importante en la historia reciente es lo que ocurrió durante el plebiscito del 2016. En El Espectador, en particular en este espacio editorial, nos dejamos obnubilar por la promesa de la paz, por la euforia de pasar la página, y en ese proceso perdimos la capacidad de medirle la temperatura al país. Dábamos por hecho el triunfo del sí, la superioridad de los argumentos a favor del acuerdo, y no les dimos a las voces contrarias el espacio que merecían, preocupadas por las concesiones. Cuando el país en su mayoría dijo no, fue necesario un mea culpa. Cambiamos de opinión: seguíamos apostando por la paz, es claro, pero fue necesario identificar los puntos débiles de nuestros argumentos, ver la Colombia que no estábamos considerando. Esa lección nos ha acompañado en los años posteriores.
No es el único error ni cambio de opinión que hemos tenido en El Espectador, pero sí quizás el más notorio por la importancia histórica de ese momento. En abstracto, admitir un cambio de opinión suele ser difícil. En lugar de dudar y hacerse preguntas, puede ser más cómodo reducir el mundo y hacer de las redes sociales cajas de resonancia que confirmen y amplifiquen lo que ya estamos pensando. Vivimos en burbujas de grupos de personas que opinan de formas similares.
Esta realidad nos interpela en nuestra responsabilidad ante la sociedad como medio de comunicación y tribuna de opinión. Tanto para los lectores como para quienes escriben es fácil caer en sesgos de confirmación. Es una actitud dogmática, interiorizada al punto de ser inconsciente, que amenaza la posibilidad de entablar diálogos y evolucionar en nuestro pensamiento.
¿Cuántas veces ha sido noticia que un líder político o de opinión escribió hace años un trino o una columna que contradice lo que hoy defiende? Creemos, por supuesto, que cada individuo es responsable de sus palabras, pero creemos también en el derecho a reconsiderar. Es algo propio de los seres humanos: constantemente evoluciona la forma de relacionarnos con nuestro contexto.
Fórmulas que otrora fueron exitosas pueden traerles hoy desastres a los gobernantes que persisten en ellas y no se adaptan a los cambios. La testarudez, el atornillarse en las creencias y los ideales es un defecto común en nuestros líderes. Es frecuente ver a dirigentes rodearse de aduladores que les aseguran la genialidad de sus proyectos políticos, aun yendo en contravía de reclamos sociales. Lo mismo ocurre en los medios de comunicación y en todo espacio donde haya debates. No poder reconocer errores ni afinar las opiniones es una falla en la democracia .
Por eso en El Espectador le apostamos a la posibilidad de un debate público sincero. En este espíritu es que invitamos a nuestros columnistas a hacer un ejercicio de reflexión y contarles a sus lectores en qué han cambiado de opinión. Algunos de ellos vuelven con nuevos ojos sobre columnas que publicaron en nuestras páginas; otros revisan ideas que tuvieron y se replantearon. Para estos opinadores, hacer pública esta introspección fue un ejercicio retador y esperamos que igualmente lo sea para ustedes, nuestros lectores. Queremos un alto en el camino para que todos reconsideremos nuestras sus certezas.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a elespectadoropinion@gmail.com.
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