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¿Qué pasa con nuestros libros?

HACE POCO LA EDITORA GENERAL de Alfaguara, Pilar Reyes, se preguntaba en una conferencia en España: “¿Por qué el mercado para los libros en lengua española no es el de todos los países que hablan español?”. Es decir, si una obra literaria se publica en Argentina, Colombia o México, ¿por qué esa misma obra no se vende al mismo tiempo en España y en todos los países hispanohablantes? Parece obvio que nuestra lengua, hablada por unos 500 millones, la segunda lengua internacional y la tercera más usada en internet, debería aprovechar para hacer que sus libros tuvieran un mercado más amplio.

El Espectador
25 de febrero de 2011 - 11:00 p. m.

El acertijo, sin embargo, no es fácil de resolver. Más allá de las trabas aduaneras o arancelarias (que todavía existen en algunos países), el problema es que las mismas superficies de las librerías no darían abasto para exponer la producción de todos los países juntos. El sueño de los libros de papel que circulan por todo el continente seguirá siendo un sueño que tal vez nunca se realice. Ni siquiera los libros en lengua inglesa circulan desde Australia, pasando por Sudáfrica, Gran Bretaña, Estados Unidos y Canadá. También estos países, salvo los grandes nombres y los grandes best-sellers, tienen sus mercados fragmentados, si bien en menor medida que los nuestros.


De nuestro aislamiento sería fácil echarles la culpa, con un trasnochado discurso anticolonialista, a la madrastra España y a sus trasnacionales de la edición. Es cierto que hace unos 20 años hubo un momento en que en la península, un poco hastiados del boom latinoamericano, quisieron imponer a sus propios autores a costa de la crisis económica de nuestro continente, y por un instante pareció que los únicos autores que merecían saltar las fronteras eran los nacidos en España. La situación hoy parece más equilibrada. Hay algunos centenares de escritores latinoamericanos cuyos libros han podido cruzar el Atlántico. Lo grave, e incluso lo triste, es que pareciera que para poder recibir la atención de otros países latinoamericanos, el éxito crítico o de ventas tiene que darse antes en España. Si los suplementos o los lectores españoles reciben bien a un argentino, entonces México y Chile se interesan por él, no antes. La ruta es muy larga para que una escritora colombiana llegue a México o a Buenos Aires: tan larga que pasa antes por Madrid.


Volver internacional a un escritor local es costoso (el transporte de libros es caro y no vale la pena llevar cien libros a un país donde se van a vender diez), pero quizá sería menos difícil si los latinoamericanos intentáramos proyectos culturales de integración más efectiva. La Feria de Guadalajara es uno de ellos, sin duda la feria del libro más importante de nuestra lengua, muy por encima de cualquiera de las españolas. Quizá debería pensarse en un gran premio continental no a novelas inéditas, sino a novelas ya publicadas en el continente. Este tipo de premio (al estilo del Booker, del Pulitzer o del Goncourt en otros ámbitos) sería un gran estímulo y no tendríamos que pasar antes por Barcelona.


No somos pesimistas. La situación no es la peor de la historia. Quizá nunca antes, ni siquiera en la mítica primera mitad del siglo XX (cuando México y Argentina publicaban más y mejores libros que España), los libros de lengua española circulaban tanto como ahora. Pero este vaso medio lleno no nos impide ver el vaso medio vacío, que ahí está también. Para mejorar hay que hacer alianzas entre pequeños editores independientes. Se debe propiciar la circulación de revistas literarias locales, con apoyo estatal. Estimular intercambios, ferias y festivales regionales, como los que ya existen y no deben desaparecer. Y está por último la incógnita de internet y el libro electrónico. Así como hoy hay librerías virtuales, en pocos años habrá una gran disponibilidad de libros para descargar baratos o gratis. Pero incluso en ese caso debemos saber a quiénes vale la pena escoger. El periodismo cultural tendrá que seguir desempeñando ahí su antiguo papel de orientación y de filtro en un mundo que muchas veces no peca por defecto sino por exceso de producción.


 

Por El Espectador

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