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                                                                                                                              Un mal chiste

                                                                                                                              LO QUE SE CONOCE COMO “LA OBRA de la 94” en Bogotá, esa glorieta subterránea que están prometiéndoles a los vecinos de esta ciudad desde hace años (conecta la calle 94 con la importante avenida Norte-Quito-Sur), parece una broma pesada, mala, costosa.

                                                                                                                              El Espectador

                                                                                                                              Es una terrible mezcla de pésima planeación, perjuicios ciudadanos inmediatos y posibilidades de cobrar más en impuestos: una verdadera pesadilla. Si estamos exagerando, mejor atenernos a los hechos:
                                                                                                                               
                                                                                                                              La construcción de lo que algunos llaman el “deprimido” (pagada por la ciudadanía con el impuesto de valorización de 2007) fue adjudicada en el ya lejano año 2009 por $43.000 millones al Consorcio Conexión, conformado en su mayoría por empresas que luego llamaron del carrusel, representadas por el tristemente célebre Julio Gómez. Después de esto fallaron los diseños: no tuvieron la delicadeza de incluir en la obra el paso de la red matriz del acueducto Tibitoc. El contrato caducó. Luego, cuando el Instituto de Desarrollo Urbano era encabezado por María Fernanda Rojas, y teniendo en cuenta las adecuaciones adicionales que habrían de hacerse por cuenta del último desliz, el contrato se adjudicó a AIA-Concay, pero esta vez por $85.000 millones.
                                                                                                                               
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                                                                                                                              Ante esa inoperancia institucional, no queda más que preguntarse: ¿cuánto se hubiera demorado esto en un país serio? ¿En cuántas capitales del mundo vemos tal desidia a la hora de la construcción de una glorieta? ¿Cómo es posible que, así sea al menos contemplando la posibilidad, se les ocurra cobrarles el remanente —en impuesto de valorización— a los ciudadanos, que en nada tuvieron la culpa y que pagaron a tiempo sus impuestos?
                                                                                                                               
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                                                                                                                              El Distrito no sólo deberá pensar en una solución para esto sino en inyectar un poquito de eficacia a la consecución de un objetivo de infraestructura que, bajo ninguna medida, suena tan ambicioso.
                                                                                                                               
                                                                                                                               
                                                                                                                              ¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a yosoyespectador@gmail.com.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              La construcción de lo que algunos llaman el “deprimido” (pagada por la ciudadanía con el impuesto de valorización de 2007) fue adjudicada en el ya lejano año 2009 por $43.000 millones al Consorcio Conexión, conformado en su mayoría por empresas que luego llamaron del carrusel, representadas por el tristemente célebre Julio Gómez. Después de esto fallaron los diseños: no tuvieron la delicadeza de incluir en la obra el paso de la red matriz del acueducto Tibitoc. El contrato caducó. Luego, cuando el Instituto de Desarrollo Urbano era encabezado por María Fernanda Rojas, y teniendo en cuenta las adecuaciones adicionales que habrían de hacerse por cuenta del último desliz, el contrato se adjudicó a AIA-Concay, pero esta vez por $85.000 millones.
                                                                                                                               
                                                                                                                              El mal chiste no acaba aquí. En 2013 anunciaron que el monto se incrementaría: $166.000 millones. Y el nuevo director del IDU, William Camargo, les dijo en diciembre de ese año a los vecinos que el déficit no implicaría un nuevo costo para la comunidad. No habría justificación alguna. Hoy, mayo de 2015, casi un año después de la fecha en que se comprometieron a entregarla, el IDU anunció la posibilidad de hacer un segundo cobro de valorización. No lo descartan, les parece que, aunque haya dinero, éste se encuentra destinado a otras obras de la ciudad. La obra se demora, además, por disputas con los vecinos (unos han puesto tutela, otros no quieren quitar un tanque de agua) que podrían demorarla más. Fin del chiste.
                                                                                                                               
                                                                                                                              Ante esa inoperancia institucional, no queda más que preguntarse: ¿cuánto se hubiera demorado esto en un país serio? ¿En cuántas capitales del mundo vemos tal desidia a la hora de la construcción de una glorieta? ¿Cómo es posible que, así sea al menos contemplando la posibilidad, se les ocurra cobrarles el remanente —en impuesto de valorización— a los ciudadanos, que en nada tuvieron la culpa y que pagaron a tiempo sus impuestos?
                                                                                                                               
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                                                                                                                              El Distrito no sólo deberá pensar en una solución para esto sino en inyectar un poquito de eficacia a la consecución de un objetivo de infraestructura que, bajo ninguna medida, suena tan ambicioso.
                                                                                                                               
                                                                                                                               
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