La exigencia de que la infame práctica del asesinato de jóvenes por parte del Estado colombiano para simular una victoria bélica no se repita, es la primera de todas las que hay que plantear a la educación. Antecede con toda urgencia a cualquier otra, educar para que no siga ocurriendo, aunque en Colombia han acontecido durante los últimos veinte años hechos criminales que hacen también cola para ser atendidos por la educación a las nuevas generaciones. Basta nombrar otras dos monstruosidades: La expropiación de las tierras a casi nueve millones de campesinos y pueblerinos; y la masacre como instrumento para alcanzar este despojo.
Tales monstruosidades no han despertado un consenso acerca de su naturaleza, por el contrario, son objeto para fundar nuevamente el Estado de opinión promocionado por gobiernos dictatoriales en el que los hechos verificables se vuelven meras opiniones dependiendo de quien las esgrima. Lo que no deja de ser un síntoma de la pervivencia de la posibilidad de repetición pues depende del estado de inconsciencia o de conciencia de los ciudadanos colombianos.
Todo debate sobre ideales y contenidos educativos es ínfimo ante los 6.402 crímenes cometidos por el Estado colombiano durante el gobierno de Álvaro Uribe Vélez. Porque la posibilidad de que se repita está latente. Porque el dolor de las madres huérfanas de sus hijos sigue ahí y no se irá nunca pues no habrá quién reemplace a sus hijos. Para siempre serán las mujeres a las que una bárbara y equivocada política de un Estado belicista arrebató a su pariente.
Educar después de los 6.402 crímenes de Estado exige buscar en el interior de los perseguidores, no de las víctimas que fueron exterminadas con acusaciones y calumnias miserables que se han sembrado en el imaginario cómo se siembran los refranes y prejuicios que tan mal nos han educado: “No estarían recogiendo café”. Es decir, son culpables, son guerrilleros. La educación literaria es también histórica, científica, y claro que sí, la política debe sacar a la luz los mecanismos que hacen a los seres humanos capaces de tales atrocidades. Para ello es menester mostrárselas a ellos mismos, enrostrárselas. Es necesario también combatir la tentación del colectivismo, del peligro de caer en la supremacía ciega que lleva al colombiano a olvidar que en la historia de las dictaduras y de los gobiernos de extrema derecha todas las persecuciones se dirigen hacia los débiles, sobre todo contra los que gobiernos como el de Uribe ha considerado socialmente débiles: campesinos, mujeres, niños, pobres, negros, indígenas, homosexuales, desempleados, clase media.
Theodor Adorno narra lo siguiente: “Recuerdo que, durante el proceso de Auschwitz, el terrible Boger tuvo un estallido que culminó en un panegírico de la educación para la disciplina mediante la dureza. Una dureza necesaria para producir el tipo de ser humano que a él le parecía cabal. Esta imagen pedagógica de la dureza, en la que muchos creen sin reflexionar sobre ella, está profundamente errada”.
Así de errada es la tan loada mano dura con la que tendríamos que ser educados porque significa más indiferencia frente al dolor, y conduce irremediablemente a impedir que establezcamos la diferencia entre el dolor propio y el ajeno.
Educar después de los 6402 crímenes de Estado implica entonces no obligar a que nuestros estudiantes e hijos se tomen su propio vómito en la falsa pretensión de formar seres fuertes. Porque quien es duro consigo mismo siente que tiene derecho de ser incluso cruel con los demás. Y como afirma el mismo Adorno: “Se venga del dolor cuyos efectos y movimientos no sólo no pudo manifestar, sino que tuvo que reprimir”.