El 9 de abril

Valentina Coccia
12 de abril de 2019 - 06:00 a. m.

El 9 de abril de 1948 se escuchó un gran disparo, una suerte de explosión, un eco de desesperanza. Imagino que la ciudad, por unos segundos, se cubrió de ese silencio previo al desastre, de la certeza de saber que nos esperaba un devenir trágico. Y pronto, muy pronto, ese fuego comenzó a cubrir toda la ciudad. “Nadie podría afirmar con certeza dónde comenzó el fuego”, dice Carlos Cabrera Lozano en su artículo El 9 de abril transformó Bogotá. La explosión se expandió con la fuerza de una revuelta, tomándose todos los rincones de la ciudad. Frente al palacio de la Gobernación inició la quema de los tranvías, el viejo Palacio de Justicia se cubrió de una nube de humo, el Palacio Obispal y la Nunciatura Apostólica también sufrieron el colapso de las llamas de los incendiarios. La carrera séptima, llamada antiguamente la Calle Real, quedó llena de escombros, y en pocos minutos todas las tiendas habían sido saqueadas, y los viejos cafés de tradición, como el Café de Buenos Aires o el Café París, quedaron reducidos a polvo y cenizas.

En unas horas Bogotá se convirtió en una ciudad fantasma, en el epicentro de un gran Big Bang que fue expandiendo su materia cósmica por todo el territorio. Las llamas llegaron a los campos; las armas, los rifles, los asesinatos. El miedo colapsó en todas las instancias, se albergó en la mente de todas las madres, en la lumbre nocturna de todas las casas, en los desvelos inquietos de todos los corazones. Y pronto nos acostumbramos a la muerte, a las llamas, al pánico, al dolor. A vivir en la incertidumbre, a lidiar con la desesperanza, a sobrevivir y no a vivir. Generaciones enteras acostumbradas a bullir en el fuego, viviendo con la angustia debajo del brazo, cargando la violencia a cuestas y con las manos llenas de dolor silencioso.

Y así han pasado todos los abriles. Uno tras otro, con el mismo fuego ardiendo. A veces se vuelve una yesca, a veces se apaga un poco, pero siempre nos sumerge en el sopor de un incendio en pleno verano, y nuestros pulmones, llenos de asfixia, se acostumbran a respirar ese aire tórrido.

Todos los años nos acordamos de esa fecha funesta. Todos los años alcaldías locales, gobernaciones, comunidades y demás organizan eventos para conmemorar la tragedia del 9 de abril. Este año Bogotá llevó a cabo el programa “Las víctimas nos inspiran”, creando un catálogo de 9 motivos por los cuales debemos admirar a las víctimas del conflicto armado, a aquellos que han decidido venir a Bogotá para rehacer sus vidas. El programa quiere hacer visibles las cualidades de su identidad, la valentía que muchos mostraron, lo que aportan a la memoria colectiva, y en pocas palabras, la resiliencia que han mostrado para salir adelante. Y está bien: está bien resaltarlos como una comunidad llena de logros, aspiraciones y digna de ser admirada; pero es que acaso, con la reciente elección de Iván Duque, el apoteósico salto en escena del expresidente Uribe, las objeciones a la JEP, el constante asesinato de líderes sociales y la ferviente oposición a los acuerdos… ¿podemos celebrar la memoria como si la Violencia estuviera ya en el pasado? ¿Cuántas llamas arden todavía? En la Colombia profunda, en ese infierno que arde en las lejanías de las ciudades, la muerte todavía está presente. Y más que hacer un llamado a la memoria debemos hacer un llamado a la indignación, a la solidaridad, a dar a entender que todavía no hemos terminado, que todavía hay manos que salen de ese fuego miserable esperando ser rescatadas.

La explosión del 9 de abril se expandió con la fuerza de un universo en creación, y para seguir con la metáfora cósmica, ese universo aún no se ha contraído al punto inicial. El caldo todavía bulle en el caldero, y si bien debemos conmemorar la Violencia, no debemos invocarla para no olvidarla, sino para recordarnos que a pesar de los pasos que hemos dado, aún arde en rincones que nuestra imaginación no alcanza.

@valentinacocci4, valentinacoccia.elespectador@gmail.com

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