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El abecé de la certificación en DD.HH.

Arlene B. Tickner
16 de septiembre de 2009 - 03:37 a. m.

Desde finales de la guerra fría la promoción de la democracia y el respeto por los derechos humanos han sido un objetivo y una condición de la cooperación internacional. 

Así, tanto los estados como los organismos multilaterales han adoptado como práctica común la aplicación de condiciones para regular el flujo de ayuda a países receptores para inducir cambios en sus políticas domésticas.   En Estados Unidos los derechos humanos han jugado un papel en el proceso de toma de decisiones en política exterior desde los años setenta, el cual ha crecido con la ley “Leahy” y la certificación en derechos humanos.

En la práctica los mecanismos de condicionalidad en derechos humanos han funcionado de manera muy imperfecta.  La inconsistencia en su aplicación sugiere que el interés político dictamina cuándo utilizarlos, con lo cual la tensión entre la defensa de los derechos humanos y los intereses más “duros” de EE.UU., tanto económicos como en materia de seguridad, sigue favoreciendo a los segundos. Independientemente de quién ocupe la Casa Blanca, Washington no condicionaría sus relaciones comerciales con China, como tampoco su cooperación militar con Egipto, aunque en ambos países el Estado viola los derechos humanos. En el caso de México, los dineros de Plan Mérida exigen la certificación del Departamento de Estado, pero un intento reciente del Senador Patrick Leahy de bloquearla incitó la ira del Congreso mexicano, y terminó en la descongelación de la ayuda. Y a Colombia se le ha certificado reiteradamente aunque el progreso en derechos humanos ha sido parcial. 

A pesar de lo anterior sería un error afirmar que la condicionalidad constituye un simple instrumento retórico utilizado en función de los objetivos estratégicos de Estados Unidos.  El hecho de que la certificación genere debates públicos y mayor escrutinio sobre el problema en el Congreso y la prensa, y que ello incomode a la Casa Blanca y a gobiernos receptores como el colombiano, es significativo.  Como también el que las organizaciones de derechos insistan tanto en su aplicación.  En Colombia no hay duda de que la efectividad con la que las ONG han visibilizado y denunciado las violaciones a los derechos humanos, en combinación con la presión ejercida desde Washington, han obligado tanto al Gobierno como a las fuerzas armadas a atender el tema —efectiva o retóricamente—.

Las ambigüedades que revisten este proceso no dejan ver todavía qué implicaciones tendrá la certificación de Colombia en derechos humanos.  Aunque en su corta declaración el Departamento de Estado dio luz verde para el desembolso de la ayuda restante de 2009 para el Ejército, fue inusualmente dura en su referencia a las chuzadas del DAS y los falsos positivos.  Existe la tentación de pensar que fue emitida en compensación por el tema de las bases, o para agilizar la aprobación del TLC, pero ninguno es muy factible.  Lo cierto es que la certificación —que aún no ha sido estudiada ni avalada por Leahy— llegó justo antes de una tempestad que se avecina en Washington, por la reelección de Uribe, las chuzadas que quedan por conocer y el estancamiento general en el combate a la violencia, entre otros.  Temas que dificultarán este proceso  en adelante  y que hacen precipitado el “canto de victoria”.

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