El acecho de Nicaragua

Carlos Villalba Bustillo
28 de agosto de 2018 - 02:00 a. m.

A la luz de publicaciones que ilustran equivocaciones de Colombia, valdría la pena saber “cómo van las cosas con el nuevo manotazo urdido por Nicaragua”, dice este miembro de la Academia de Historia de Cartagena.

El 6 de diciembre de 2001 Nicaragua demandó, ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya (CIJ), los títulos territoriales y la precisión de límites con Colombia definidos en el Tratado Esquerra-Bárcenas de 1928. Iban por las islas de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, basados en que como suscribimos el Pacto de Bogotá debíamos someternos a la jurisdicción de aquel tribunal internacional, salvo un retiro tardío de dicho pacto.

A diferencia de su contraparte, Colombia se sentía tranquila por la legitimidad de sus títulos sobre las islas, su mar territorial y su plataforma submarina, pero el vecino centroamericano insistió en una lucha reivindicatoria que inició el excanciller D’Escoto, en pleno régimen sandinista, pretextando una coacción imaginaria durante la negociación del tratado.

El fallecido jurista Alberto Lozano Simonelli se consagró al estudio de la situación y avanzó tanto en su rastreo que resolvió, con apoyo en el material recaudado, publicar un libro titulado La amenaza de Nicaragua (Aspectos jurídicos y políticos de la posición de Colombia). La alerta de Lozano no solo fue temprana sino muy seria, como para que Gobierno y pueblo nos pellizcáramos y tomáramos también en serio las pretensiones nicaragüenses.

No fue así, a pesar de que estaba por cumplirse un siglo de la amputación de Panamá y permanecían en la memoria histórica los 900.000 km² perdidos en la hoya amazónica, Caquetá y Putumayo, y la humillante y melancólica entrega de Los Monjes a cambio de un guerrillero liberal bajo el mandato de Urdaneta Arbeláez. En esta ocasión la negligencia corrió por cuenta de los gobiernos de Andrés Pastrana, Álvaro Uribe y parte del de Juan Manuel Santos.

Deficitario el balance de un centralismo andino al que no le interesaban ni las fronteras ni los mares. Otro noviembre trágico, esta vez el de 2012, nos cayó la pesadilla de una sentencia que pudimos haber evitado. Pero los tres gobiernos citados no tuvieron voluntad para redimirse del excluyente criterio metropolitano que infirió otra herida de muerte a nuestra geopolítica. Alguien habló de una involución política por falta de visión y superávit de indolencia.

Un poco después del libro de Lozano, Martín Alonso Pinzón publicó un voluminoso y sustancioso tratado sobre las doctrinas internacionales americanas, y Lozano le formuló, acicateado por la erudición del tratadista, dos preguntas neurálgicas sobre el pleito con Nicaragua: una, si era aplicable o ejecutable en Colombia una sentencia de la CIJ que modificara nuestros límites territoriales y marítimos; otra, si el Gobierno podía recurrir a una instancia internacional sin permiso previo del Congreso.

La respuesta de Pinzón fue otro libro: Una comedia de equivocaciones. Al fundamentar su primera conclusión Pinzón dijo lo siguiente: “La demanda de Nicaragua ha sido redactada confundiendo el pensamiento jurídico y el rigor de la lógica con el deseo. Además, esa demanda olvida conscientemente la historia”. Y cita, para reforzar su dicho, a los profesores alemanes que escribieron el libro La territorialización del mar Caribe (Gerhard Sandner y Beate Ratter), quienes sostienen: “Sólo unos pocos Estados que quieren imponer especiales intereses nacionales abandonan las disposiciones de la Convención de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar”. Por lo mismo, concluye Pinzón, la sentencia sería inejecutable.

Comedia de equivocaciones

A despecho de lo anterior, Pinzón censuró como equívoca y perjudicial la estrategia de Colombia: “Sin exageración se pueden calificar aquellos desaciertos como una comedia de equivocaciones que, Dios quiera, no tenga un desenlace dramático”. Pues lo tuvo, y hasta ahora sin responsabilidad de ninguno de los tres gobiernos derrotados.

Pero Nicaragua fue por más. Aun cuando no le dieron la razón en materia de dominio sobre el archipiélago, se la dieron en dominio marítimo sobre las aguas de Colombia en el Caribe. Su victorioso equipo jurídico exigió más en una nueva acción y pretende reconocimiento de soberanía casi hasta las playas de Cartagena. El apetito es enorme y, en caso de ser satisfecho de nuevo por la Corte, Ortega se alzaría con un triunfo que hasta lo exoneraría de sus pecados dictatoriales y represivos.

En su segunda conclusión, Pinzón juzgó como imperdonable que el Gobierno prescindiera del Congreso para actuar en asunto de tanta trascendencia, pues el presidente y el canciller hacen gobierno pero no son el poder público cuando entran en juego los fines esenciales del Estado, uno de los cuales es la conservación de la integridad territorial de la nación. Soslayaron la colaboración armónica y le dieron a la patria, que no se cansan de invocar con la piedra en los dientes.

Por cierto que el expresidente López Michelsen, quien se ocupó por resolver los problemas limítrofes de Colombia con Centroamérica, también sonó campanas de advertencia, en uno de sus artículos de prensa, sobre la escasa información que recibía la Comisión Asesora de Relaciones Exteriores. Se refería a los casos de Nicaragua y Venezuela. Sobre el primero tenía claro que la frontera era el meridiano 82, pero otra podía ser la tesis de una jurisprudencia sorpresiva y sorprendente.

Fue tan exhaustivo Pinzón en su respuesta a Lozano Simonelli, que adujo igualmente razones de forma como parte de las falencias colombianas a lo largo de la controversia. Destacó, en efecto, que la nota de Cancillería del 5 de diciembre de 2001, dirigida al secretario general de la ONU, contuvo “incorrecciones gramaticales y de estilo” y fue “indigna de la tradición literaria de Colombia”. “Los tiempos cambian”, agregó, “y otras ciencias y disciplinas han surgido. Pero el estilo digno y gramaticalmente correcto es un requisito (inexcusable) del documento diplomático”.

Puede decirse que los yerros en nuestra estrategia judicial se superpusieron a la validez de un tratado en regla, a la autenticidad de unos títulos y, sobre todo, a la incoherencia de una aspiración falsamente afincada en que el Tratado Esguerra-Bárcenas no era “declarativo de límites”. Sí que lo fue desde su encabezamiento. Quien lo relea lo comprueba con certeza.

Ya que el nuevo Gobierno entró a trabajar con ímpetus, y que el presidente revivió los consejos comunitarios, no está de más que se nos mantenga informados acerca de cómo van las cosas con el nuevo manotazo urdido por Nicaragua.

*Expresidente del Consejo Superior de la Judicatura, miembro de la Academia de Historia de Cartagena.

 

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