El amarre

Lorenzo Madrigal
27 de febrero de 2017 - 02:00 a. m.

Una Constitución no se amarra. Es imposible. Es de la esencia de la Carta Política ser fundadora de Estados, ser el primer ordenamiento, reflejar la voz primigenia del pueblo. Y pues la autoridad reside en el pueblo, también llamado Nación, la Constitución no es otra cosa que su primer bando.

Apaciguar la inquietud de los rebeldes con normas que ordenen no modificar los acuerdos durante un lapso, más parece un embuste para desconocedores de la esencia de las constituciones. Pero, bueno, si eso los hace felices.

Toda Constitución puede ser modificada de acuerdo con procedimientos previstos, por lo general difíciles, de modo que se aseguren los principios fundacionales y la estabilidad jurídica. Pero tan absurdo es pensar que puede prohibirse su cambio como querer hacerlo a la ligera, por vías expeditas, de aquellas que sirven a las dictaduras.

Nadie se imaginó que el presidente Juan Manuel Santos, escritor en su propio periódico de enconados artículos contra las dictaduras vecinas y supuesto defensor de la democracia y las tradiciones jurídicas (aun sin ser abogado), fuese a terminar, en la cúspide del poder, convertido en depredador de la Constitución Política y autor de reformas ad hoc, al vaivén y antojo de las circunstancias.

Es de uso, en estos días, que quien entra en desacuerdo con la voluntad del mandatario, asentado en el mando mediante engaño a la opinión, sea considerado no sólo enemigo de la que hizo su bandera de paz, sino de la paz misma. Explícito chantaje. Es, como se dice, la bolsa o la vida; o entrega sus argumentos contrarios a nuestra propuesta o le arrebatamos su respetabilidad.

Cuando algunos analistas enumeran a los supuestos enemigos de la paz por rubros o categorías, se olvidan algunas cosas. Debe decirse, primero, que nadie es enemigo de la paz. Además, se ignora entre los opositores a los que no comulgan con una paz de nombre propio. Es así la que el señor Santos convino con la guerrilla, a espaldas del pueblo, en conversatorios privados o semipúblicos, inalterables, sujetos al Sí o al No (no importa si derrotado el Sí, la cosa siga, burlándose de alguna forma el No que se manifestó por votación).

El número está contabilizado de quienes no aceptan los acuerdos pacificadores por su claro sesgo político, convenidos precisamente en lugar donde funciona a sus anchas una dictadura comunista; se rechaza lo que han propuesto —y ya vendieron— asesores de esa inequívoca y no disimulada orientación, a la cual se acogió un gobierno obsecuente y ya desde adentro alentado por aduladores del mismo talante.

Ojo, pues, porque la paz no es un bien mostrenco que está por ahí; la paz aquí tiene dueño, es de quien la ha tomado para sí y quiere imponer su modelo a los demás, so pena de condenarlos al ostracismo como violentos.

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar