El apestado

Lorenzo Madrigal
04 de mayo de 2020 - 05:00 a. m.

Peste y apestado son palabras duras (“verba dura haec”), son términos discriminatorios, agresivos. Se usaron en la antigüedad, hoy por fortuna suplidos por los más tenues de pandemia, epidemia, y por el de infectado, no menos graves en las circunstancias que se viven, pero más compasivos.

El tratamiento con el paciente, sin embargo, es casi el mismo de las llamadas épocas oscuras, con sofisticaciones. Al apestado de hoy igualmente se le discrimina y aparta. Por el bien de la comunidad sana, pero con igual y hasta peor dureza para con el afectado, que es separado del entorno familiar, mirado con espanto, sus cercanos reducidos a cuarentenas oprobiosas y cuanta gente vio y tocó y a quien pudo aquel desgraciado estornudarle encima, es enfundado y encaretado como un monstruo.

Me parece que la única cosa que no se ha dicho, en medio de tantas formulaciones, previsiones y curvas, es la del pánico que en la población se ha producido frente a la posibilidad de verse enferma o acaso sentirse sana y ser descubierta por la policía sanitaria como presunta infectada.

Se ha dicho que el número de enfermos no es el de los registrados, sino tres o cuatro veces mayor porque muy pocos —patriotas— se someten voluntariamente a examen para no ser ellos los causantes de la muerte de sus semejantes. Un número grande ha dejado de acudir a los centros de salud como antes lo hacían por cualquier picadura de mosco. Una de las pocas consecuencias favorables de esta tragedia ha sido la de abolir por completo el abuso que de los seguros sociales se venía haciendo por parte de los hipocondríacos, tan divertidamente descritos por el admirable Juan Esteban Constaín en su columna del pasado jueves 30 de abril. Diría que no sólo acudían al seguro los depresivos de la salud, sino quienes han encontrado siempre en la previsión médica un derecho que no debe desaprovecharse.

De ahí el paradójico resultado que se está registrando en los centros clínicos, de no tener pacientes, con el deterioro consiguiente de las finanzas que los respaldaban. La gente no acude, la gente elude y disimula sus males, porque imaginan que de un dolor de cabeza ya no se sale con unas pastillas de acetaminofén, sino que pueden quedar enfundados en bata azul, enmascarados, atados en camillas, mirando apresuradamente los techos de los sanatorios. Puestos luego en coma inducido o muertos sin enterarse de ello —tal vez al llegar al túnel—, cremados y convertidos en polvo de siglos.

Ojo, pues, el pánico reduce el número probable de los afectados y disminuye el de quienes antes acudían a las instituciones de salud y ahora prefieren curarse en casa, como también lo prescribe el Gobierno.

En tiempos médicos y de acuartelamiento doméstico cae la economía sin comercio y no se salvan las entidades de salud, que pierden también su brazo económico.

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