El árbol que llora

Tatiana Acevedo Guerrero
04 de agosto de 2019 - 07:20 a. m.

En algunos países de África Central hacen hoy un esfuerzo por soñarse fuera de circuitos de explotación específicos que, en distintos tiempos, espacios y ritmos, se han lucrado de su marfil, madera, petróleo, piedras preciosas, agua y trabajo, dejando poco a cambio. En el caso de Ruanda y la República Democrática del Congo se preguntan acerca del papel que los propios ejércitos y Estados han jugado en la protección de explotaciones que sirvieron a intereses (muy particulares) de algunos entre las élites nacionales y muchos entre las internacionales que moraban en otros continentes.

Al navegar por el río Congo, el escritor Joseph Conrad se encontró con la frenética búsqueda de marfil que describió en su diario como la “lucha más despiadada por un botín que alguna vez desfiguró la conciencia humana sobre la tierra”. Para entonces, antes del advenimiento del plástico, el marfil era enormemente valioso. Otro tipo diferente de prisa se apoderó del territorio pocos años después, en 1893, cuando, con la llegada del automóvil y los neumáticos, los negociantes pusieron en marcha una tremenda operación para exportar caucho.

En Colombia, algunas décadas más adelante, fue el huilense José Eustasio Rivera el que denunció la llamada fiebre del caucho en el Caquetá. Rivera, quien se había graduado como normalista y después abogado, habló de un proceso en que se colonizaban comunidades y territorios, bajo el desentendimiento de la república. Narró el encierro de la selva, el ansia de los comerciantes esclavistas y todo el proceso de extracción del caucho como “un sistema, un estado de alma, la sed de oro (…) la envidia sórdida”. Quizá la mejor descripción de las ruinas de la explotación la hizo en el título de su novela. “Vorágine” es una palabra del castellano que alude a la vez a borrascas que atraviesan e interrumpen la corriente de los ríos o mares y a confusiones que involucran movimientos de personas, recursos y sentimientos.

En el bombo de la publicación, Rivera fue elegido miembro de la Comisión de Investigación de Relaciones Exteriores y de Colonización. Una de sus primeras misiones lo llevó a territorios de explotación petrolera, donde comenzó a documentar la construcción del oleoducto que va de Barrancabermeja a Cartagena. El escritor, sin embargo, se radicó en el exterior y murió menos de cinco años después de su Vorágine. Tras su muerte, otras varias empresas de extracción han determinado las historias de colonos y regiones en los departamentos.

En el último siglo, emprendimientos extractivos alrededor de hidrocarburos, minerales como el oro, carbón o níquel y las agroindustrias de banano o caña han sido rigurosamente resguardados por las fuerzas estatales y paramilitares. En el último medio siglo enclaves de contrabando histórico se han transformado en núcleos de producción y comercio de coca. Cultivos y rutas han sido protegidos por ejércitos de narcos, guerrilleros y paramilitares. Las comunidades tratan en lo cotidiano de no quedar expuestas, ante la custodia armada de los productos de exportación.

A diferencia de países en los que se reflexiona sobre un pasado lejano en que se garantizó la tierra para explotación sin talanqueras, en Colombia todavía no asumimos esos legados. Y pese a entusiasmos de reforma que prometieron un mayor cuidado de “las regiones”, aún se bautiza cualquier objeción contra exploraciones como extremista. Hoy como ayer cabe recordar la parábola de La vorágine y las palabras con que Rivera resumió su libro: “Un grito de protesta en contra de la apatía de las autoridades colombianas, para quienes los Llanos y la planicie amazónica son más bien denominaciones geográficas que realidades nacionales”.

 

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