El árbol y el secreto de Boris

Arturo Guerrero
31 de mayo de 2019 - 05:00 a. m.

Una caricatura de Quino, publicada dos meses antes del tercer milenio, condensa la desventura que hoy vivimos como planeta y como humanos en este planeta. Vale más que los megáfonos de los ambientalistas, más que los trabalenguas de los científicos. Es una trompada gozosa, en once cuadros, contra el rey de la creación. Al grano:

Boris es un atormentado de nariz larguísima, calvo, viejo. Guarda un secreto que no puede revelar a su esposa ni a su mejor amigo ni al cielo. A nadie. Se desvela entre murciélagos y ratones que circundan su cama. Una noche, a punto de enloquecer, sale en bata decidido a poner fin a su suerte. Busca el árbol más alto del pueblo.

Se reclina abrazado al tronco gruesísimo. Y durante horas le cuenta todo su secreto. Sube la luna, desaparece, él continúa con su incesante murmullo. Al volver a su casa se queda dormido en el sofá de la sala donde lo halla su mujer, quien se turba ante la desconocida placidez de este sueño largo y desahogado.

La historia continúa asegurando que, desde entonces, cuando la brisa pasa por el árbol lleva a oídos de todos el secreto de Boris. “Pero Boris pasea tranquilo —concluye— porque sabe que, en su soberbia, al género humano no le interesa comprender nada de lo que cuentan las demás especies”.

 El último cuadro pinta a un Boris sonriente y encorbatado que callejea, de brazo de su mujer, y saluda con el sombrero a varias parejas encopetadas que le responden con ceremonia. Desde el árbol vuelan, dibujadas como letras de grafía entrecortada, unas ondas sonoras que nadie escucha.

Hay árboles de cien años, en las plazas de nuestros pueblos de tierra caliente. Cubren con su fronda el perímetro en que se reúnen niños, perros, vendedores, gente. Los hay de mil e incluso dos mil y más años, entre los baobabs africanos o los cedros libaneses. Son arquitecturas poderosas, glorificadas como monumentos por culturas que algo adivinan en ellos.

En las ciudades-colmenas, los edificios de treinta pisos no dejan ver el bosque. Entonces los turistas corren a sancocharse o a aligerarse, según sea el clima de origen, en los campos donde los aguardan los árboles. ¿Cuántos afligidos les hablan? ¿Cuántos han sido tratados con choques eléctricos por haber pretendido comprender lo que cuentan?

Igual pasa con quienes hablan las lenguas de pájaros, gatos, perros, y se sinceran con los supuestos irracionales, como no logran hacerlo con los humanos. Deben conversar a resguardo para no pasar por locos.

En los orígenes del tiempo, las especies intercambiaban de tú a tú porque todas eran consideradas parte esencial de la vida, del planeta, de la casa. No había inteligentes y brutos. Cada cual tocaba su instrumento y en conjunto sonaban como un canto a las estrellas.

Los famosos tres reinos, animal, vegetal, mineral, eran regios, monárquicos, entrelazados. Los hombres no llevaban corona, no eran reyes de la creación. La naturaleza no estaba para ser usada y abusada por los hombres. Los arboles guardaban el secreto de Boris, y Boris soñaba desahogado y plácido.

arturoguerreror@gmail.com

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