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El balcón del pasado

Tomas Eloy Martínez
24 de enero de 2010 - 04:59 a. m.

TANTAS VECES HE CONTADO CÓMO conocí al escritor mexicano Carlos Fuentes a fines de la primavera austral de 1962, en un balcón de Buenos Aires vencido por los años, que ya la anécdota se ha convertido en una leyenda con la que el tiempo hace lo que quiere.

A veces la vuelvo a oír tan desfigurada que me pregunto si de verdad estuve en ese balcón, y si todos los que coincidimos allí éramos tan jóvenes y felices como se empeña en creer nuestra memoria.

Por eso, cuando Fuentes volvió a pasar por Buenos Aires a fines de noviembre, le propuse que recuperáramos el balcón para mostrárselo a Silvia Lemus, su esposa. Nos costó dar con él porque no encontrábamos balcón alguno que amenazara precipitarse sobre la calle. Con buen tino, Silvia dijo que sin duda ya lo habían restaurado y propuso que dejáramos el recuerdo allí donde siempre había estado: con las grietas de otros tiempos, melancólico, empañado por el aura de una Buenos Aires que ya no existe.

La casa del balcón en verdad, el séptimo piso de un lujoso edificio de apartamentos en la zona de la Recoleta, estuvo para mí siempre en la calle Arenales. Ahora Fuentes lo ubicó en la avenida Quintana, a pocos pasos del hotel Alvear, su refugio favorito en los viajes a la Argentina, y contó que los invitados éramos unos 15 ó 20: escritores, músicos, actores de cine.

Yo carecía de méritos para estar entre ellos. Desde hacía un año sobrevivía colaborando con el novelista paraguayo Augusto Roa Bastos en los diálogos de sus películas. Durante años supuse que fue Roa Bastos quien llevó al balcón, aunque el escritor argentino José Bianco me dijo, la última vez que lo vi, que fue él quien llamó esa mañana por teléfono a mi casa de Adrogué para que no olvidara la invitación.

Llegué al apartamento de la calle Quintana cuando caía la tarde. Aunque Fuentes era el centro de atención, advertí que la conversación fluía distraída, como si la dispersaran otros imanes que no estaban a la vista.

Todos los invitados habíamos leído y admirado la novela de Fuentes, La región más transparente, en la única edición que circulaba entonces en Buenos Aires, y aún puedo oír la voz del crítico literario argentino Enrique Pezzoni repitiendo algunas frases del monólogo inicial de Ixca Cienfuegos con artificial entonación mexicana: “Tus héroes no regresarán a ayudarte. Has venido a dar conmigo, sin saberlo, a esta meseta de joyas fúnebres. Aquí vivimos”.

La conversación de Fuentes era ingeniosa, deslumbrante, llena de pasión por la justicia y de una sabiduría intelectual asombrosa para sus años. En las reuniones de Buenos Aires era habitual entonces lanzar al aire citas del filósofo francés Jean-Paul Sartre, de los escritores franceses André Breton, Jean Genet, de las grandes películas que amábamos de los directores: el italiano Federico Fellini, el norteamericano Billy Wilder, el sueco Íngmar Bergman. Fuentes nos las devolvía todas, enriquecidas siempre con algún detalle que habíamos pasado por alto.

En el balcón coincidimos Roa Bastos, Pezzoni, Bianco y el gran actor argentino Francisco Petrone. A pocos pasos, en la enorme sala, el escritor argentino Ernesto Sábato se afanaba explicándole a la dueña de casa las teorías del nouveau roman, una especie de novela francesa de la época de los 1950 que se desviara del estilo de literatura clásica. Ella daba la impresión de no entender una sola palabra, pero Sábato lograba mantenerla suspendida en el éxtasis de un lenguaje lleno de citas francesas y de referencias científicas.

Casi en seguida advertí que Petrone, hipnotizado por la belleza celestial de aquella mujer, trazaba en el aire la silueta de su nuca perfecta, del lánguido pelo esponjoso que le caía hasta la cintura, suspiraba sin recato, y muy pronto todos, incluyendo a Fuentes, clavamos nuestros ojos en ella. Luego la vimos perderse en la penumbra de la tarde, guiada por un Sábato solícito. Eso fue todo.

Creí que el encantamiento se había disipado para siempre hasta que muchos años después, hacia 1998, la historia salió de su letargo y reapareció con las mismas melodías del pasado. Una mañana de otoño, cuando caminábamos con Fuentes por una calle cercana a Gramercy Park, en Manhattan, descubrimos al mismo tiempo, en el décimo piso de un edificio de los años 20, varios balcones abombados, de mampostería, que parecían colgar peligrosamente sobre el abismo.

“Esos balcones”, dijo Fuentes, “¿no son exactamente iguales al balcón de Buenos Aires donde toda la literatura latinoamericana se enamoró al mismo tiempo de las espaldas de mujer más hermosas del mundo?”. No eran iguales (los de la avenida Quintana son rectangulares), pero la invocación bastaba para que la escena de 36 años antes volviera intacta a mi memoria. Recordé el lugar, recordé la luz dorada del atardecer, la tierna brisa de noviembre que acariciaba la ciudad.

En esa reunión del pasado, todos sentimos unos deseos irreprimibles de ver la mujer y quizá la hubiéramos perseguido por aquellos salones espaciosos si la pintora argentina Lea Lublin, que andaba por allí y la conocía desde la adolescencia, no nos hubiera dicho: “Se ha encerrado en su cuarto. Todas las tardes, a esta hora, tiene un ataque de pena. Nunca vuelve hasta que se le pasa la melancolía”. La mujer había enviudado un año antes del investigador médico argentino Carlos Galli Mainini, discípulo del fisiólogo argentino y ganador del premio Nobel Bernardo Houssay.

Fue lo último que supimos de ella. Culpamos a Sábato por habérnosla arrebatado y durante algún tiempo no se lo perdonamos.

Cuando caminamos hace poco con Silvia Lemus en busca del balcón, alcé los ojos, volví a ver las luces de aquella tarde de primavera, y detrás de las celosías reapareció la espalda después de su largo exilio en el paraíso. Reconocí el pelo de lluvia de la viuda bellísima, las nubes tiernas de su nuca, el perfil huidizo que temí perdido para siempre. Y en silencio le dí las gracias por los dones de una memoria que seguía dentro de mí, por los amigos de aquel día, por las novelas y las películas con que me enriquecieron la vida.

La historia de los hombres se escribe con esos fragmentos hechos de viento. Siempre hay un instante de la vida en el que volvemos a ser lo que fuimos o en el que somos, misteriosamente, lo que nunca pudimos ser.

 

*Novelista y periodista argentino.

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