El cambio está en el campo

Juan Manuel Ospina
04 de mayo de 2018 - 04:00 a. m.

Suenan mucho pero a la hora de la verdad no son muy tenidos en cuenta y, cuando lo son, es más como actores de reparto que como lo que son: los protagonistas principales de esa gran tarea de transformar este país desde sus cimientos rurales. Son ellos, las gentes del campo y sus gobiernos territoriales, los de la olvidada vereda y el descaecido municipio, los primeros interesados y principales actores/ejecutores de esa transformación, sin la cual Colombia seguirá siendo un país en obra negra, construido en arenas movedizas.

Y hablamos de las tareas de construcción de una paz verdadera, que podríamos equiparar con el logro progresivo de una convivencia civilizada y progresista en el seno de una sociedad diversa en todo sentido. Lo que se debe tener claro es que, más allá del resultado final de la terminación del conflicto, Colombia no puede atrasar más su tarea transformadora, so pena de hundirse cada vez más en un oscuro callejón de sinrazón.

Si uno mira los Acuerdos y el tímido inicio de su ejecución, y si mantiene en la mente lo que ha sido la experiencia colombiana en este terreno, es imposible no aterrarse de cómo se ha subestimado por no decir desconocido la fuerza y capacidad de nuestra ruralidad —de campesinos, técnicos y conocedores en terreno, empresarios y grupos étnicos— para sobrevivir en medio de los conflictos múltiples que los han acosado. Y los continúan acosando y afectando su vidas, patrimonios e ingresos, en medio de una indiferencia proverbial de los poderes públicos que les destinan toda suerte de elogios en los discursos, para olvidarlos en el momento de la decisión. En medio de tanta adversidad nuestra ruralidad no le ha fallado a Colombia: allí ha estado para alimentar el país y generarle divisas. Pero las políticas de posconflicto vuelven a dejar de lado al gran capital social de nuestros campos que se expresa en sus organizaciones gremiales, temáticas y comunitarias, que fueron severamente golpeadas por los grupos armados que operaban libremente en unos campos desamparados.

Es con esas organizaciones y ese capital institucional como se puede y debe arrancar el proceso de transformación, al compás de las necesidades y voluntad de los ciudadanos. Se trata de una acción descentralizada que acompañe el Gobierno Nacional en el presupuesto, en el lineamiento de los principales ejes de acción y en la realización de aquellas obras y el diseño de políticas que por su naturaleza son del ámbito nacional, pero que debe planear y ejecutar teniendo siempre presente que al frente está la gente con sus territorios. Con la gente sudando la camiseta se botará menos plata haciendo lo superfluo y la corrupción podrá ser finalmente controlada. Olvidar esto ha sido causa principal del mal Estado que tenemos, alejado de la gente y encerrado en Bogotá con su burocracia.

El otro gran olvidado, desde los acuerdos habaneros mismos, son los gobiernos territoriales, con lo cual Gobierno y guerrilla sucumbieron al mal colombiano: el centralismo que considera que fuera de Bogotá no hay sino monte y atraso. Es increíble que no esté el reordenamiento, casi que la reinvención de nuestro endeble e incompetente Estado, en el corazón de la propuesta. Reinvención que significa  parar al Estado en los pies y  bajarlo de  una nube a 2.700 metros de la tierra. Es mucho el tiempo y los rodos de dinero empleados en el rediseño del Estado central —creando entidades, liquidando ministerios, trasladando personal y funciones de una oficina a otra y, contrariando el espíritu de la Constitución, olvidando sistemáticamente el peso de las realidades territoriales—. Nada se ha  avanzado al respecto y mientras tanto seguimos cautivos de la organización institucional y de procedimientos que nos llevaron a la crítica situación actual, que no se corregirá haciendo más de lo mismo.

 

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