El club de las malas prácticas

Daniel Emilio Rojas Castro
19 de junio de 2018 - 03:00 a. m.

La confianza en el Estado es uno de los temas centrales de la agenda de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), el club internacional de las buenas prácticas al que Colombia ingresó recientemente.

Las buenas prácticas son sinónimo de meritocracia, de funcionarios nacionales e internacionales que hayan ingresado a la nómina estatal por méritos probados a través de un sistema de concursos exigente e imparcial. La meritocracia aumenta los índices de confianza en las instituciones, permite el acceso de diferentes sectores sociales a la élite gobernante, disminuye la corrupción, y refuerza la cohesión social y el crecimiento económico. Es deseable que el ingreso colombiano a la OCDE sea la coyuntura que haga de la meritocracia una verdadera política de Estado, pues en lo tocante al mérito estamos más que rajados: el Estado colombiano ha funcionado como un auténtico club de las malas prácticas.

Rajados, porque el sistema de concursos que Alfonso López Pumarejo estableció en 1938 terminó carcomido por las camarillas partidistas y los poderes regionales; rajados, porque a pesar de que el principio del mérito para acceder al servicio público se elevó a rango constitucional en 1991, los nombramientos provisionales (que no requerían de concurso) se multiplicaron exponencialmente, demostrando una vez más que nuestro exiguo Estado estaba al servicio de las clientelas y no de los ciudadanos; rajados, en fin, porque a pesar de ciertas excepciones notables, el ingreso a la carrera administrativa, diplomática y militar sigue estando gangrenado por el nombramiento a dedo. Estas malas prácticas han provocado una crisis permanente de legitimidad estatal y de pérdida de la confianza en las instituciones.

La pregunta es si nuestra entrada a la OCDE contribuirá a fomentar la meritocracia, la cohesión social y legitimidad institucional o si, por el contrario, la cuota colombiana que asumirá sus funciones en París reproducirá las malas prácticas que se esperan combatir. El esfuerzo realizado para llegar a esta instancia sólo tendrá sentido si los miembros de la delegación colombiana representan la diversidad social y regional del país, y, sobre todo, si su selección se realiza en virtud de sus méritos a través de un proceso de selección íntegro y transparente. Quienes han liderado la entrada a la organización tienen la obligación moral (y política) de garantizar que ocurra de ese modo.

Alguna vez, en un intercambio informal, desde su arrogancia sostenida con el dinero del erario público, un miembro de la misión permanente de Colombia en la OEA me dijo que estaba cansado de que todo el mundo le preguntara cómo funcionaban las cosas en Washington y de que cualquier aparecido le pidiera cuentas. Reflejo fiel de las malas prácticas encarnadas en un servidor público, este desdeñable personaje no entendió lo que la OCDE no deja de repetir en sus publicaciones: que la participación de la sociedad civil en la administración de la cosa pública es esencial, que la modernización del Estado exige la veeduría activa de la ciudadanía y que los ciudadanos deben aprender a exigir cuentas mientras que los funcionarios tienen que aprender a rendirlas.

Las directrices de la OCDE no son políticas de obligatorio cumplimiento, sino consejos que pueden aplicarse en áreas tan diversas como la gobernabilidad, la lucha contra la corrupción, y las buenas prácticas económicas y laborales. No nos vamos a convertir en un país serio de la noche a la mañana, pero la composición de la delegación colombiana nos dirá mucho sobre la voluntad genuina de abandonar el favoritismo, la palanca y otras malas prácticas.

 

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