El coco de la certificación antidrogas

Arlene B. Tickner
14 de agosto de 2019 - 02:00 a. m.

La certificación del país, celebrada por el Gobierno, se ha prestado para ser una herramienta coercitiva de la diplomacia de Estados Unidos.

En el memorando de determinación presidencial del 8 de agosto sobre los países productores y de tránsito de drogas ilícitas, Donald Trump le dio al Gobierno colombiano un parte de tranquilidad al reconocer sus esfuerzos por controlar el alza de los cultivos de coca, luego de haber amenazado hace un año con designar al país por incumplir sus obligaciones. Sin embargo, y como ocurre con la figura del coco, nadie sabe exactamente qué habría ocurrido de ser Colombia “descertificada”, pero no hay duda de las graves consecuencias de no obedecerle a Washington. Es tal la paranoia nacional que no se ha analizado el alcance real de este mecanismo, ni mucho menos lo que hace en términos de coerción.

En 2002, el Congreso estadounidense modificó el proceso de la certificación, fruto de la “guerra contra las drogas”. El cambio, más cosmético que real, consiste en que anualmente se “designa” a los países que presentan un “fracaso demostrable” frente a los acuerdos internacionales en materia de drogas ilícitas. En la versión original creada en 1986, el presidente “certificaba” la cooperación con la política antinarcóticos de Estados Unidos y aplicaba sanciones a aquellos países “descertificados”. Estas incluían la suspensión de la mayor parte de la asistencia extranjera (menos la antinarcóticos y la humanitaria), el voto en contra de solicitudes de préstamos en las bancas multilaterales de desarrollo y, de manera discrecional, el retiro de preferencias arancelarias y la aplicación de sanciones comerciales. Mientras tanto, el mecanismo actual preserva solamente la congelación de la ayuda estadounidense.

En la práctica, la certificación/designación se aplica a casi todos los países, en especial los amigos y socios diplomáticos y comerciales, y en aquellos casos dudosos se invoca una exención por razones de interés nacional. En cambio, la descertificación/designación negativa se reserva para los enemigos y “parias”. En 1996 y 1997, Colombia fue descertificada, aunque nunca recibió sanciones económicas, ni la ayuda que recibía se le recortó del todo. Si bien esta decisión obedeció a los aportes del narcotráfico a la campaña presidencial de Ernesto Samper, también constituyó un castigo por el desvío de su antecesor, César Gaviria, de la línea impuesta desde Washington. Al revocar la visa de Samper y cortar el diálogo bilateral con la Rama Ejecutiva (mas no con la Policía Nacional y la Fiscalía), la estigmatización resultante del mandatario colombiano lo llevó a suscribir una agenda de cooperación obediente en materia antinarcóticos, incluyendo la reanudación de la extradición y la intensificación de la fumigación de coca y amapola.

La certificación/designación ha sido una herramienta central de la diplomacia coercitiva estadounidense para promover su política antidrogas y disciplinar al resto para que se acoja a ella. Entre sus innumerables problemas, enfatiza el cumplimiento de las metas de Estados Unidos y no los imperativos nacionales, y su aplicación desconoce la soberanía y es politizada. Para la muestra, Bolivia ha sido designada desde hace años como no cooperante, pese a tener una estrategia mucho más exitosa que Colombia y Perú de control de la coca. Como todo instrumento de coerción, su verdadero poder no radica en la aplicación de sanciones —que casi nunca se adoptan— sino en la amenaza de éstas. A sabiendas de ello, es hora de que dejemos de saltar cada vez que Washington nos chantajea con este coco.

 

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