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El colegio virtual

Columnista invitado EE
29 de mayo de 2020 - 05:00 a. m.

Por Vanessa de la Torre Sanclemente

¿Trasladaron los colegios la responsabilidad de la educación de los niños a los padres, creyendo que tenemos que asumirla y —peor aún— que estamos preparados? Si a mí, que tengo las herramientas que el colegio virtual requiere y las posibilidades para apoyar a mis hijas de ser necesario, me está costando tanto esta nueva onda educativa, ¿cómo lo estarán viviendo las madres de los ocho millones de niños de colegios públicos que tiene Colombia? Claro que apoyamos el proceso educativo en casa, pero no nos obliguen a simular que estamos en un aula, que somos la maestra y que debemos además actuar como si los recreos fueran reales cuando no hay amiguitos.

No soy educadora ni pretendo serlo. Mi abuelo y mi papá fueron maestros. Difícilmente respeto más una profesión. Pero como madre me he sentido cuestionada e insegura por las obligaciones que de repente me asignaron y que nunca tuve —ni tengo— interés de ejercer.

Es un tiempo triste y difícil, y quiero que mis hijas lo vivan de la mejor manera posible: jugando, riéndose, disfrazándose, haciendo galletas y panes. Quiero que se enteren poco de la tragedia que hay al otro lado de la puerta y que no sientan la angustia con la que nosotros, los adultos, nos acostamos cada noche. Pero esto de la educación virtual parece empeñado en hacer lo contrario; como si los colegios no entendieran la gravedad de lo que estamos viviendo, como si no se dieran cuenta del agotamiento de los niños y como si a punta de guías y largas horas frente al computador tuvieran que justificar las mensualidades que tantos seguimos pagando.

Me pregunto si el tiempo en pantalla no es excesivo y si están fomentando la creatividad, la lectura y la escritura, tan fundamentales en la construcción del individuo y en la manera de entender el mundo. Siento una educación que intenta mantener las lecciones tradicionales ante la urgencia de las circunstancias, pero con las exigencias de una normalidad que en este momento no existe. Seguimos montados en la ola de la competitividad, en la estrechez de cumplir un currículo cuando podríamos aprovechar para disfrutar de otros aprendizajes que nos hagan mejores seres humanos.

Los niños de hoy son parte de una generación que otras estudiarán. Que analizarán lo que hicieron y lo que dejaron de hacer. Hablaremos de estos tiempos hasta el último día de nuestras vidas y los expertos en salud mental teorizarán sobre el impacto que permanecer guardados ha tenido en esos 1.400 millones de pequeños del mundo que, según cifras de la Unesco, han estado encerrados durante esta pandemia. Es un horror y una paradoja. Pero podría ser un privilegio. Una oportunidad para aprender lo que la vida enseña en años y a ellos les tocó en meses: a vivir y sobrevivir. A enfrentar una crisis.

En mi familia decidimos que sembrar semillas y verlas crecer reemplaza cualquier clase de biología. Que hacer la comida da lecciones de supervivencia. Que tender la cama y alimentar las mascotas enseña sobre disciplina. Que no hay nada más creativo que un niño que juega solo y que lo que enseñan los libros es incomparable. Soy una mamá preocupada porque no quiero más a mis niñas pegadas al computador. Porque me pregunto qué consecuencias tendrá tanto tiempo de pantalla. No me inquieta saber si regresan en agosto o en noviembre al colegio, porque las quiero sanas y en calma. Me preocupo más por verlas felices que por enviar las tareas y por saber de las calificaciones. Cuando esto termine, habrá millones de niños desnivelados académicamente. Las mías incluidas, con certeza. No pretendo lo contrario. ¿Qué importan las calificaciones ahora? Habrá tiempo suficiente para ponerse al día, pero reparar las heridas mentales que puedan dejar los agobios de un tiempo tan complejo podría llevarnos la vida entera.

 

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