En 1869, a sus 25 años, Rufino José Cuervo tenía una pasión, la lengua castellana; un vicio, los diccionarios, y un negocio, la Cervecería Cuervo.
Mantenía una estrecha amistad con Ezequiel Uricoechea, un aventurero bogotano experto en árabe y lenguas indígenas, amén de médico, antropólogo, arqueólogo, autor de un tratado sobre pintura colonial y catedrático de varias universidades europeas. Cuervo le mandaba oro y joyas, y Uricoechea le enviaba a vuelta de correo novedades lingüísticas de las librerías europeas y toneladas de corcho para las tapas de la cervecería en Bogotá.
Cuervo le dedicó su vida a una obra inútil y monumental, el Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana. Para que nos hagamos a una idea del tamaño del asunto, recordemos que le dedicó al Diccionario 40 años, que murió cuando había hecho un tercio del trabajo y que para concluir la tarea fue necesario que un colectivo de filólogos trabajara otros 40 años.
En las 9.568 páginas de los ocho volúmenes del Diccionario sólo hay unas 9.000 entradas, en su mayoría verbos, la categoría más importante y “accidentada” de la morfología castellana. No es un diccionario “completísimo”. Escasean los sustantivos. En cambio la preposición “de” se estudia a lo largo de 40 páginas; el verbo “haber” ocupa 17 páginas; “ser”, 18 y “estar”, 36.
La palabra “régimen” aludía a esa parte de la sintaxis que se ocupa de sutilezas de la lengua, como decidir qué partícula pide un verbo (¿debemos decir dudar de o dudar que?), o cómo cambia una preposición el significado de un verbo: la expresión “no se compadece de” alude, obviamente, a un acto de impiedad; “no se compadece con” señala una incongruencia: “Sus calificaciones no se compadecen con su inteligencia”. “A quien tanto quería” es un lugar común, pero hay que ser Miguel Hernández para inventar algo como: “Con quien tanto quería”.
Leyendo el prólogo del Diccionario, sus notas a la Gramática de Bello o las Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano, echa uno de menos la presencia de un pasaje de alto vuelo, una reflexión general sobre el lenguaje o el castellano, un respiro poético en medio de tanto ablativo y acusativo, de tanta cita y tanto rigor, pero nada; ni siquiera en El castellano en América, que es prosa corrida y no texto gramatical, abandona Cuervo su tono profesoral, sus minucias gramaticales, su exceso de ejemplos, la lupa filológica. Quizá fue más estudioso que sensible, un incansable compilador. “Notario de la lengua, antes que juez”, como a él mismo le gustaba llamarse. Sí, notario, no ensayista ni filósofo ni poeta; sólo un desvelado guardián de las palabras y un amante rendido del castellano.
Cuervo es tan desalado como Fernando Vallejo, que también deja una obra inútil y monumental, Logoi, una preceptiva escrita en las cinco lenguas que le son íntimas y que resulta cinco veces ilegible (también son farragosas sus biografías “críticas” de Silva y Barba Jacob, libros donde amontonó información que nunca cribó). Y ambos resultan, como lingüistas, muy inferiores a Andrés Bello, el venezolano que nos dejó una nomenclatura clara de los tiempos verbales y que supo reflexionar sobre el castellano con agudeza y sensibilidad.
El exceso de trabajo arruinó la salud de Cuervo. El primer semestre de 1911 tuvo que trabajar en la cama de su austero apartamento de París, donde residía desde 1882. Aprovechando una mejoría repentina, el 17 de julio adornó su habitación con cirios y flores, se vistió con esmero, se recostó y expiró como cualquier matrona clarividente.
Respetando su voluntad, fue enterrado sin discursos en el cementerio de Père Lachaise.