¡El cuerpo también llora!

Aura Lucía Mera
19 de febrero de 2019 - 05:00 a. m.

¿Coincidencia? ¿Suma de factores y circunstancias? ¿Cambio climático? ¿Aviones que jamás desinfectan porque no tienen tiempo y entre escala y escala van acumulando virus, bacterias, aires sucios, convirtiéndose en unas máquinas voladoras que meten en nuestro sistema todas las bacterias y microbios a la velocidad de sus turbinas? ¿Duelos no vividos? ¿Miedos no confrontados? ¿Asco de los políticos, los fundamentalistas, los títeres, los corruptos? ¿Rabia e impotencia al ver que la vida se escapa y al fin de cuentas no pudimos cambiar nada?

No sé. Pero algo me pasó por dentro desde que en Cartagena me quedé clavada en Ordesa, ese libro extraño y raro escrito por Manuel Vilas cuando por fin se rindió ante el dolor de su existencia, la inutilidad de seguir tratando de escapar de sí mismo, ya agarrado por el alcohol, la oscuridad, el desencanto, en un intento insano decidió desnudarse para escribir con su corazón roto, toda su infancia rota y todos sus terrores, dolores no aceptados, frases que jamás salieron de su boca y ya no tiene cómo decirlas y que esos seres las escuchen. Y logró hacerlo, tal vez para sobrevivir con los restos fragmentados de su caminar por la vida.

Algo que se convirtió en una bronquitis aguda, donde tengo que rasgarme para encontrar el aire, y me ha obligado a un encuentro íntimo, extraño y crudo sobre todos esos momentos de mi vida en que prefería quedarme atascada en lugar de pronunciar un “te quiero” o “no te vayas a morir nunca” y le hacía un quite de indiferencia a la situación, por no dejar entrever mi vulnerabilidad y deshilacharme en lágrimas.

Tantas cosas atascadas. Tantas palabras que fui incapaz de decirle a mi papá cuando lo vi iniciando su deterioro y dejando de ser mi dios, ese que jamás se podría morir porque yo no sería capaz de seguir viviendo sin su protección y su amor. ¿Ese desafiarlo constantemente para sobrevivir si algún día llegara a faltar? ¿Esa incapacidad de acompañarlo en sus horas de eterna soledad, cuando sabía que mi presencia le era importante? ¿Esa infinidad de disculpas para justificar mi ausencia?

¿Esos silencios míos cuando mi mamá entró en su silencio, simplemente por terror a que me dijera que se sentía mal? ¿Ese afán insano de que siguiera ella llevando una vida normal, cuando la verdad era que a la que quería convencer de que no pasaba nada era yo? ¿Esas caricias que no fui capaz de darle? ¿Ese tratar de no ver que esa era la última noche que la vería y seguir actuando como si no pasara nada? ¿Esa carita que me miraba implorando ayuda? ¿Esa última mirada en que nos dijimos todo, pero yo no pude decirle nada?

En mi libro y en mis testimonios he sacado muchas cosas y siento que me han sanado... Pero Ordesa me abrió heridas de infancia, aquellas que se me habían olvidado que existían, y el cuerpo, el mío, vuelve a llorar, botando, o tratando al menos de hacerlo, tos a tos, flema a flema, esos dolores y culpas tan lejanos y sin embargo tan cercanos...

Agradezco a Ordesa, a las bacterias aéreas, a los cambios climáticos súbitos del Hay este retiro forzoso para descubrir que todo mi cuerpo y mi mente, mis emociones, flaquezas, temores, los puedo seguir escupiendo uno a uno para lograr esa armonía interior que tanto persigo desde que decidí buscar ayuda y encontrar a través del amor mi poder superior, que de tanto en tanto sabe que necesito encontrarme conmigo misma para limpiarme y ser una mejor persona y dejar de tenerle terror a mi fragilidad interior.

¡Me siento mejor permitiéndole a mi cuerpo llorar! ¡Él se sabe comunicar con mi interior!

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