El debate político

Ricardo Arias Trujillo
11 de septiembre de 2008 - 08:37 p. m.

EL PRESIDENTE ACABA DE MANIfestar públicamente que los debates políticos no solamente le gustan, sino que además los considera necesarios para la democracia.

En un contexto tan polarizado como el que se vive actualmente, en el que los principales representantes del Estado lanzan a diario injurias de todos los tamaños, las declaraciones del Primer Mandatario serían bienvenidas si no fuera porque él mismo se ha encargado de rebajar el debate político a un ejercicio de agravios e insultos poco edificantes.

En no pocas ocasiones, ha estigmatizado a la oposición, venga de donde venga; ha lanzado acusaciones infundadas contra políticos, periodistas y jueces que no son de su agrado; y sus declaraciones sobre las altas esferas de la justicia, además de indebidas, son abiertamente pendencieras. Sin duda, esa actitud le ha servido, por una parte, para desviar la atención pública de los numerosos escándalos que comprometen su gestión y, por otra, para afianzar aún más su popularidad entre sus fervorosos seguidores, siempre dispuestos a aplaudir las bravuconadas de su líder. Pero, desde la perspectiva de la cultura política, esa retórica agresiva, camorrista, poco contribuye a enriquecer las discusiones en torno a los serios problemas que aquejan al país. Por el contrario, uno de sus efectos más perversos consiste en polarizar cada vez más a la sociedad, generando tensiones y rupturas en el cuerpo social que hacen aún más difícil la búsqueda de consensos colectivos sobre los temas más urgentes de la agenda nacional.

El ejemplo del Jefe del Estado en estas materias resulta, de por sí, deplorable. Pero la situación es más preocupante, pues otros sectores contribuyen por igual a desvirtuar el debate político, ya sea a través de una retórica igualmente incendiaria, o porque lo banalizan de una manera grotesca. Entre los primeros, Piedad Córdoba ocupa merecidamente el podio. Que una senadora de la República, en un recinto universitario, en un contexto tan delicado como el actual, juegue de una manera tan irresponsable con el lenguaje, no tiene justificación alguna. Entre los segundos, los medios de comunicación, en especial los noticieros de televisión, han sido incapaces de cumplir con su principal función ética y profesional: informar —y formar— al ciudadano. Basta ver la programación para saber cuáles son las prioridades de los dueños de la TV; y basta ver y oír a los presentadores y presentadoras de noticias para corroborar tristemente su ineptitud.

En ese desolador contexto, los espacios para la sensatez, para el debate racional, para el disenso civilizado, encuentran serios y peligrosos obstáculos. Si en el discurso político priman la calumnia, la denigración, la exhortación a la violencia, la trivialización ramplona de las noticias, difícilmente se puede esperar un debate de altura. Nada de esto parece preocupar al Gobierno en general y al Presidente en particular. La ausencia total de apoyo a la única voz que, desde el Gobierno, se atrevió a pedir un mínimo de cordura, manifiesta claramente hacia dónde soplan los vientos en el Palacio de Nariño.

No es ésta la primera vez que el debate político se reduce a un intercambio de ofensas y provocaciones. La frágil democracia colombiana ha sido afectada, en incontables ocasiones, por la guerra de palabras en la que alegremente se enfrascan “los padres de la patria”.

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