El día de nuestro idioma

Juan Carlos Botero
20 de abril de 2018 - 02:45 a. m.

El viento trajo las naves, las naves trajeron las voces, y en las voces venían las palabras.

En torno a las carabelas, aferradas como moluscos a las tablas de los cascos, ondeando en el velamen, prendidas a las anclas y enredadas en los cabos, venían las palabras. Venían de lejos. Hijas de griegos, latinos y árabes, ya eran ricas, antiguas y sabias de siglos atrás; pero ahora venían de España, de tierras duras y secas, y se habían moldeado en la fragua de un imperio ambicioso y violento, pulidas como piedras de río mediante besos y caricias, lenguas y mordiscos, silencios y golpes de saliva. Quizás por eso, desde hacía tanto tiempo, las palabras anhelaban lo contrario: ya no lo árido y lo tosco sino la frondosidad, la exuberancia y el canto del agua. Y así eran. Barrocas sin saberlo. Palabras profusas, melodiosas y, ante todo, sonoras. De manera que cuando se apartó la bruma en el mar y por fin divisaron costas amuralladas de árboles colosales, orillas de playas infinitas y relucientes, selvas indómitas de fronda tupida y verde (verde, verde, todo el tiempo verde), y más allá tierras fecundas y perfumadas, las palabras se sintieron, también, a gusto. En casa. Con deseos de quedarse. Entonces cayeron con las anclas. Avanzaron en las palas de los remos. Desembarcaron en gargantas roncas de sed y oro, y se escondieron en las miradas de codicia, en los destellos de los sables, en el filo de los hierros y en la pólvora de las armas. Descendieron en banderas enarboladas, en prendas olorosas a sudor y fiebre, montadas sobre relinchos y ojos desorbitados de bestias de trancos temibles, y sin vacilar saltaron de los documentos oficiales, de las cartas de la realeza y los libros de la Iglesia. En seguida, con el primer saludo de temor y cautela, procedieron a devorar las palabras de los nativos. Con la ayuda de ladridos y gruñidos de mastines, absorbieron todo lo que salía de aquellas bocas llenas de asombro y espanto. Se tragaron lo que escucharon. Eran insaciables. Devoraron nombres, gritos, cantos y hasta sortilegios de la tierra. Entonces decapitaron a los dioses. Escalaron cordilleras ocultas en las nubes y atravesaron páramos fantasmales, se tendieron sobre valles y sabanas, treparon peldaños de pirámides, y sortearon lagos y ríos turbulentos, derrotando hablas con ferocidad y avidez, conquistando los vocablos aborígenes. Al final, asistidas por el fuego y el látigo, de sus fauces chorreaba sangre de lenguas indígenas, y con ese banquete crecieron, se multiplicaron y se ensancharon. Entonces se quedaron, y fue para siempre.

Después, mucho tiempo después, el viento las llevó de vuelta a su tierra de origen. Ahora viajaban impresas en hojas de papel, refinadas y chispeantes, primero en relatos de viajeros, luego cantando en deslumbrantes libros de poesía, y más adelante en novelas frescas y audaces. Eran, y ya no eran, las mismas. Aquí habían madurado; habían bebido de otros dialectos, descubriendo giros y matices, saqueando jergas que sorprendían en su camino, lamiendo el sudor y la sangre de los esclavos, y absorbiendo otras voces, otras lenguas, otros sueños. Como esponjas. Regresaban más ricas y precisas, más finas y sonoras. Más eficaces. Y más bellas.

De modo que aquí las tienen, damas y caballeros. Estas son las palabras del castellano.

 

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