El dilema de Iván Duque

César Rodríguez Garavito
03 de agosto de 2018 - 08:36 p. m.

Iván Duque, el presidente electo de Colombia, aún no asume el cargo y ya enfrenta la que quizás sea la encrucijada que le dará forma a su gobierno: ¿será fiel a las instituciones que jurará proteger el 7 de agosto o continuará siendo leal al expresidente Álvaro Uribe, el popular líder de su partido —Centro Democrático— y la fuente de buena parte de los votos que lo llevaron a la presidencia?

Esta disyuntiva era inevitable. Y que haya irrumpido de manera prematura, a unos días de su toma de posesión, podría ser el mejor escenario para la democracia colombiana; solo si Duque logra consolidar la apuesta que inició con el nombramiento de un gabinete joven de tecnócratas centristas —entre los cuales hay ministros que trabajaron con el presidente saliente Juan Manuel Santos y otros que votaron por el sí en el plebiscito por la paz, dos antecedentes que muchos uribistas podrían no perdonar—.

La Corte Suprema de Justicia abrió una investigación contra el expresidente después de que se presentara evidencia que sugiere que Uribe habría intentado manipular testigos, y el 24 de julio decidió llamarlo formalmente a indagatoria. Tras la noticia, Uribe, con la habilidad de un jugador consumado —no es casualidad que sea la figura que ha dominado el escenario político colombiano en los últimos dieciséis años— lanzó sus cartas.

Su primera carta fue política. Anunció que renunciaría a su curul de senador para concentrarse en su defensa legal y de inmediato contraatacó a la Corte con la estrategia que ha usado siempre: acusarla infundadamente, vía redes sociales, de perseguirlo por razones políticas y de ser un instrumento de sus enemigos y opositores. Sus abogados, por otro lado, jugaron la carta jurídica al presentar una petición para remplazar, por supuestos impedimentos, a los magistrados que conocen del caso. Como el proceso se suspende hasta que se resuelva su petición, está en vilo la comparecencia de Uribe ante la Corte, programada hasta el 3 de septiembre. Con el tiempo ganado, el expresidente dio reversa a su renuncia al Senado.

Todo esto dilata momentáneamente pero no resuelve el dilema del uribista Iván Duque. Como sucedió hace ocho años con el presidente Santos —y como pasa con otros mandatarios latinoamericanos que llegan al cargo a la sombra de líderes caudillistas, como Lenín Moreno en Ecuador, sucesor de Rafael Correa—, la pregunta sobre Duque es si su gobierno tendrá impronta propia o si el poder real será ejercido por su mentor, el senador más votado en la historia de Colombia.

Si Duque decide ser autónomo, sus políticas y su estilo de gobierno estarán más cercanos a una centroderecha institucionalista, tendría un gobierno neoliberal en materia económica y social, pero respetuoso de la separación de poderes y los derechos constitucionales.

Pero si el próximo presidente opta por ser más uribista que duquista, continuaría el peligroso legado populista de Uribe, cuyo combustible es la división política y el enfrentamiento con las instituciones y sectores sociales que no lo apoyen. Después de sesenta años de un conflicto armado que dejó un saldo de 260.000 muertos, Colombia debe rechazar este camino y buscar consolidar su recién adquirida paz.

Hasta ahora, Duque ha logrado casi lo imposible: con malabares retóricos, ha podido defender tanto a Uribe como a las instituciones incómodas para el uribismo. Así lo hizo en el comunicado que dio después de la decisión de la Corte: se mostró “respetuoso de la Constitución y las instituciones”, pero pidió al órgano de justicia garantizar el derecho al debido proceso del expresidente y aseguró que “su honorabilidad e inocencia prevalecerán”.

Pero el arte de cuadrar el círculo tiene límites y Duque tendrá que terminar de tomar partido. Y lo tendrá que hacer muy pronto por dos razones.

Colombia es un país con tradición legalista, con un sistema judicial que ha logrado autonomía e independencia respecto del presidente en turno. El pensador francés Alexis de Tocqueville decía que no hay asunto político que, tarde o temprano, no termine convertido en un asunto judicial. Para el gobierno de Duque, será más temprano que tarde.

La segunda fuente de presión para que Duque tome partido viene de sus propias filas. Como en otros movimientos populistas —sean de derecha o de izquierda—, la lógica del uribismo es de “nosotros contra ellos”. Del lado del “ellos” ha estado históricamente la Corte Suprema, cuyas sesiones fueron espiadas por el organismo de inteligencia mientras Uribe era presidente. Del lado del “nosotros”, no hay nadie más importante que Uribe, cuyo liderazgo en el Senado es fundamental para el partido y para el presidente electo. Por eso, el Centro Democrático advirtió que el caso contra Uribe era un “montaje de sus enemigos políticos”.

Cualquier posición distinta al apoyo irrestricto de Duque a Uribe resucitará el espectro de la traición que marcó la guerra entre el uribismo y el santismo, desde que Santos decidió tomar distancia de su predecesor al llegar a la presidencia en 2010.

Todos los días, el uribismo, los medios y el resto de los sectores políticos medirán la distancia que tome Duque con relación a Uribe; distancia que un periodista y un sociólogo decidieron calcular a través de un “traicionómetro”.

Si continúa alejándose del ala dura del uribismo, Duque corre el riesgo de perder el apoyo del Centro Democrático, el movimiento político más poderoso del país —con mayoría en el Senado y la segunda fuerza de la Cámara de Representantes—, que necesita para impulsar las reformas que anunció en su campaña, desde la tributaria hasta la pensional y la del sistema judicial. Para ello, requiere el respaldo personal de Uribe, el líder indiscutible de la bancada. De lo contrario, tendría que establecer alianzas con otros partidos, como lo hizo el gobierno de Santos.

Tanto en el caso de Uribe como en otros procesos judiciales que afecten al uribismo, Duque tendrá que elegir entre la justicia y la política, entre el Estado de derecho y la alternativa populista que Uribe defendió en su mandato: el llamado, por el propio caudillo antioqueño, “Estado de opinión”, fundado en lealtades personales y mayorías aplastantes, antes que en el respeto a las instituciones democráticas.

Para inclinar la balanza hacia la independencia de la justicia y la consolidación democrática colombiana es indispensable que el contrapeso de la sociedad civil y la vigilancia de los medios sea constante. Se trata de los mismos actores que, junto con el sistema judicial, pusieron límites al presidente Uribe durante su mandato y su anhelo de perpetuarse en el poder.

Al conformar su gabinete, Duque optó por distanciarse del caudillo. En el caso de Uribe debería redoblar su apuesta cuando llegue el momento de elegir entre el futuro de Colombia y el futuro de su mentor.                

* César Rodríguez Garavito es jurista, sociólogo y columnista de El Espectador.

c.2018 New York Times News Service       

 

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