El discurso del papa

Javier Ortiz Cassiani
03 de septiembre de 2017 - 03:00 a. m.

Quizás en el país no se siente la misma devoción que generó la visita de Juan Pablo II en 1986. En aquellos tiempos las iglesias evangélicas eran apenas pequeñas congregaciones en casas de barrios populares, formadas por humildes mujeres que no usaban pantalones ni maquillaje y de hombres que se vestían con camisas mangas largas de colores pasteles; no eran las actuales multitudes que mueven recursos, llenan cada domingo templos gigantescos, estadios y plazas en efusivas manifestaciones políticas. Sin duda, el catolicismo ha perdido mucho terreno. Francisco tampoco tendrá una tragedia reciente en Armero y no caminará sobre el barro endurecido que sepultó a un pueblo entero para rezar arrodillado y en solitario a los pies de una inmensa cruz de concreto. Tampoco podrá inspirarse en la postal de un Palacio de Justicia en llamas, ni en un país que se reencontraba como nación en el dolor.

Después de aquello, la nación siguió acumulando tragedias, pero ni siquiera los intentos de poner fin a una de ellas han logrado generar acuerdos entre sus habitantes. Por supuesto, el actual papa es un hombre inteligente, que sabe jugar con los símbolos y con el lenguaje que demandan los nuevos tiempos. Es una especie de rockstar que pone nervioso al catolicismo más ortodoxo, mientras que los más alternativos lo veneran y vuelven virales sus mensajes a través de las redes sociales. Pero estos últimos son católicos cómodos, que no van a misas ni llenan estadios. El papa Francisco llega a un país tan polarizado en donde a muchos, más allá de su devoción religiosa, los enceguece pensar que esta es la cereza en el pastel de un proceso de paz que les ha generado urticaria.

Hace un par de meses dio un largo discurso en un encuentro con los movimientos populares en Bolivia. El papa —no un revolucionario latinoamericanista de vieja data— dijo que valía la pena luchar por “las famosas tres tes: tierra, techo y trabajo”, y “que el clamor de los excluidos” debía escucharse “en América Latina y en toda la tierra”. Repito, era el mismo papa Francisco quien hablaba, y su discurso tampoco eran citas tomadas de José Carlos Mariátegui o de Víctor Raúl Haya de la Torre. “Entonces, digámoslo sin miedo, necesitamos un cambio, un cambio real, un cambio de estructura”, señaló. Y continuó diciendo que “este sistema ya no se aguanta, no lo aguantan los campesinos, no lo aguantan los trabajadores, no lo aguantan las comunidades, no lo aguantan los pueblos”. De modo que era “imprescindible que, junto a la reivindicación de sus legítimos derechos, los pueblos y sus organizaciones sociales construyan una alternativa humana a la globalización excluyente”.

Aguantarán un discurso de este tipo algunos empresarios del país que patrocinan a candidatos corruptos en elecciones populares a cambio de beneficios para acumular más riquezas, y que luego salen liderando cruzadas por la honestidad y la ética en la administración pública. Lo aguantarán los eternos acaparadores de terrenos que ven en cualquier intento de distribución de la tierra un proyecto comunista de expropiación. Muchos de ellos, seguramente, asistirán a los actos de la visita del papa como una actividad social más, y luego saldrán de allí a repetir su cotidiana homilía con la que defienden a capa y espada el privilegio histórico de estar por encima de los demás.

A qué niveles habremos llegado cuando el discurso de un papa resulta lo más revolucionario que hayamos podido escuchar.

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