Iván Duque, disfrazado de policía, recorrió los puntos destruidos por las protestas ante el asesinato de Javier Ordóñez el pasado 9 de septiembre. No solo no se ha pronunciado contundentemente ante los excesos de los agentes responsables del incendio, y no solo convocó a sus ministros a repetir excusas y argumentos increíbles de defensa nacional con investigaciones sobre células de monstruos renovados, ahora pretende simbolizar la defensa a ultranza de la institución cuestionada internacionalmente usando nuevo disfraz, ya que el que ha usado desde su posesión le sigue quedando ridículo; un vestuario incomprensible como su personalidad pusilánime ante un cargo de la trascendencia de Estado. Su competencia entre la escalada del peligro de un gobierno ausente sigue siendo obscena; su rostro de advenedizo sigue apareciendo cada vez más perdido entre las multitudes que le exigen claridad y un mínimo de sentido común. Pero ante cada desborde de la realidad su posición es aun más esquizoide; cede con más sumisión a las presiones de su partido de cólera, y ante cada alocución es mas evidente la sombra de los personajes que parecían relegados.
Los tiempos de Turbay Ayala han regresado con las mismas historias que resultaron ser siempre inconcebibles: los perseguidos que, según las fuerzas del orden y la inteligencia de las instituciones, se autotorturaban para desprestigiar la imagen del presidente inocente; las irrupciones en propiedades para amenazar y llevarse a las profundidades de la noche a los sospechosos de quejumbres peligrosas; las señales en la frente de cada disonante del dogma de un estatuto de seguridad que debía adorarse. Todo empieza a suceder ahora con la imagen de un presidente que no es y que sigue haciendo gestos de inanimado frente a todos los escándalos de las fuerzas que responden por naturaleza a su carácter. Su disfraz es ahora un ropaje destrozado por su propia mediocridad y por su propia desidia, y no podía resultar peor, justo ahora que su mentor sigue preso y alejado del poderío del mando. Se le ve más torpe y más gris en ese trono que aceptó ocupar en calidad estrictamente representativa: un cuerpo que se sienta en el cargo principal a fungir con elocuencia imponente del gobierno que no tiene y que no es. Su torpeza lo llevará a cometer errores más profundos en la medida progresiva del desbarajuste, y lo sabe muy bien, como lo saben todos, pero debe sostenerse allí hasta que el tiempo le conceda el final del juramento y una nueva artimaña en comunicaciones empiece la creación de nuevos y peligrosos enemigos. Mientras sigue allí, opaco y ausente, disimulando con voz de varón autoridad y dominio, sus ministros leales al proyecto uribista de la redención de la historia siguen entregando partes de furia y estigmatización contra toda evidencia. Tendrán que seguir el ritmo del desmadre creado por ellos mientras todo termine, y las firmas de contratos prioritarios se hayan hecho en silencio, y la verdad desaparezca con los cuerpos que quedan fastidiando. Para distraer todo mejor y a la altura de las circunstancias, el presidente tiene la única y urgente labor de fungir el disfraz de la mejor manera.