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El dopaje y la mentira

Héctor Abad Faciolince
19 de enero de 2013 - 11:00 p. m.

LA ENTREVISTA DE OPRAH WINFREY a Lance Armstrong hizo quedar al gélido e impasible deportista como lo que tal vez siempre ha sido: un mentiroso. Después de su confesión, los cien millones de dólares que ganó durante su exitosa carrera deportiva, se van a evaporar en demandas y juicios, e incluso el monetario no será el peor de los castigos: Armstrong perdió también la cara y el respeto de sus antiguos seguidores. Acabó de romperse la imagen del ídolo. El tipo es demasiado arrogante como para despertar compasión o simpatía. Tiene algo de canalla: le dijo prostituta a la masajista que contó cómo se dopaba; demandó por calumnia al periodista David Walsh que lo acusó de lo mismo.

Canalla y mentiroso, sí, y sin embargo también, me parece, un gran campeón caído en la espiral perversa en la que una mentira lleva a otra. Competía en un mundo de hipocresía en el que casi todos sus colegas (o al menos los mejores) se dopaban también. Además con el doping hay una confusión: doparse a secas no hace campeones; el doping simplemente ayuda a entrenarse mejor. De hecho, como explicó el mismo Armstrong, las ayudas no se usan tanto durante las competencias (los ciclistas llegan “limpios”, según un calendario preciso) sino antes, en los meses de preparación.

La trampa es menos trampa si todos hacen trampa, y si todos los tramposos están obligados a decir la mentira de que juegan limpio. Si las cartas están marcadas, pero todos saben que están marcadas, se juega con lo mismo. Los grandes ciclistas de los últimos decenios, todos los que han ganado el Tour de Francia, la Vuelta a España, el Giro de Italia, hasta la Vuelta a Colombia, han tomado sustancias que ayudan a mejorar sus prestaciones deportivas, a disminuir la sensación de dolor o de fatiga, a mejorar la calidad de la sangre, el tamaño de los músculos, el ritmo del corazón. Todos lo hacen y todos niegan, como Armstrong, porque si no lo niegan los linchan como infames. Están dentro de un mecanismo perverso que los obliga a mentir. Si no se dopan, no ganan; si dicen que se dopan, los descalifican. Por eso han sido capaces de declarar bajo juramento (lo harían incluso bajo tortura) que jamás se han dopado, como hizo el mismo Armstrong innumerables veces.

De los 200 corredores del Tour de Francia, podría haber cinco, dijo Armstrong, que no usaran doping, y eran héroes. Héroes que probablemente terminaron en los últimos lugares o ni siquiera consiguieron llegar a la última etapa, molidos por 195 drogados. Y entre los dopados hay mecanismos para que los absuelvan, incluso si los pillan: en 1999, durante el Tour de Francia, Armstrong resultó positivo por cortisona. De inmediato se consiguió un certificado médico, escrito ese día pero fechado antes, en el que decía que se le recetaba cortisona por unas heridas en la piel que le había producido el sillín de la bicicleta. Asunto concluido: absuelto. En otras ocasiones la cortisona se ha justificado, supuestamente, por tos o asma o bronquitis.

Desde hace años sostengo que a los ciclistas y a todos los deportistas de alto rendimiento, hay que permitirles usar ayudas químicas, dentro de ciertos límites. Ellos escogen una vida en la que están corriendo siempre el riesgo de matarse. ¿Qué es más peligroso, subirse el hematocrito a 54% inyectándose EPO, o bajar una montaña de los Alpes a 120 Km por hora? Lo más peligroso para cualquier ciclista es un accidente, una caída, partirse alguna parte del esqueleto o, si está más de malas, el cráneo, y matarse. A muchos les ha pasado. A nadie le parece mal que corran ese riesgo pero les parece horrible que se inyecten testosterona.

Algunos de mis colegas escritores dicen haber usado opio, marihuana, whisky, ajenjo, hongos alucinógenos, para escribir magníficos poemas y novelas. Si a mí me funcionaran, yo también lo haría, aunque no me muriera a los 80 años —como espero— sino a los 55. Con tal de ganar, en los deportes más duros, ningún deportista dejará de consumir ayudas.

 

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