Son acciones desesperadas, torpes o estúpidas. Creer que adjetivar e insultar son, per se, estrategias propagandísticas de la “neopolítica” demuestra no solo ignorancia de quienes aspiran a dirigir los destinos del país, sino la inexperiencia y superficialidad de algunos asesores en materia de comunicación política.
Una cosa es conocer nuestra alma colectiva y escarbar entre sus sensibilidades y prejuicios, formados y consolidados antes de terminar la primera infancia, y otra, disparar sin ton ni son con epítetos, diatribas y calificativos en busca de escandalizar para tener visibilidad.
No es posible reducir, por ejemplo, el éxito de Trump a una cabeza parlante y vociferante del star system usurpando los terrenos de la política, desconociendo las bases y tejidos sobre los cuales sus asesores construyeron su entramado propagandístico para ocultar las escasas cualidades del personaje.
De ahí a lo caricaturesco hay un solo paso, como sucede con el exprocurador Ordóñez y sectores extremistas, quienes los rodean o creen como ellos que todo se reduce a una técnica que solo hay que replicar.
Provocar sin conocer qué es lo que esperan escuchar las masas, qué es lo que están dispuestas a aceptar y a creer puede terminar, como está ocurriendo, en generación del efecto rebote o contrario. O si no miren cómo Petro o Uribe se nutren con cada ataque.
Atreverse a decir que la diferencia entre Petro y Fajardo es la de un ñero y un hippie es tocar las fibras más profundas de lo popular, en las que la mayoría de colombianos se sienten interpelados y ofendidos, por origen, solidaridad o simpatía. No es un ataque individualizado, sino un ataque contra núcleos humanos que responden con base en reflejos condicionados.
Si bien el fundamento de los discursos del odio se mueve entre la persuasión y el deseo, su estrategia es racional en cuanto debe ser coherente pero también verosímil, atada a una historia creíble. Lo demás es muestra de ineptitud, insensatez, estulticia o todas las anteriores.
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