El encierro mental

Aura Lucía Mera
31 de marzo de 2020 - 05:00 a. m.

Aprendí hace años —en una de las muchísimas sesiones de terapia que he tenido a raíz de mi adicción al alcohol y otras sustancias psicoactivas como la cocaína y las benzodiacepinas— algo que se me quedó grabado para siempre y que he trabajado como mi mayor tesoro. A veces me cuesta trabajo ponerlo en práctica, pero siempre me da resultados. Y reconozco que cambió mi vida.

Fue en los comienzos del 90, en Fort Lauderdale. Iniciaba mi primeros pasos hacia la recuperación. Un sacerdote irlandés, flaco como un pajarito, rubio como un canario, de ojos azules y limpios, alcohólico con años de abstención y sobriedad, me explicó, gráfico en mano, que somos el resultado de nuestros pensamientos. Así de simple y así de difícil.

El psicólogo neoyorquino Albert Ellis le acababa de dar la vuelta a la psicología con su teoría de la rational emotive therapy. Antes de esta revolución, se creía que eran las emociones las que creaban los pensamientos. Años después tuve el privilegio de conocerlo y asistir a algunas de sus conferencias. Él, ya viejo, estirado en su sillón, lúcido en su consultorio de Manhattan.

Pero fue Edward Lynch, el canario, el que me explicó todo. Recuerdo sus palabras: “Aura Lucía, la mente es como una rueda de molino que transmite al cuerpo lo que le echas. Si la nutres de agua limpia, recibirás agua limpia. Si le echas mierda, recibirás mierda. Los pensamientos son la fuente que hace girar las astas de ese molino. Tú verás de qué la nutres. Los pensamientos son los que generan las emociones, que son simples respuestas físicas de tu organismo. Si aprendes a escogerlos, aprenderás a cambiar tu vida. Depende de ti”.

Palabras más, palabras menos: si pienso en alguien con odio, lo siento en mis vísceras y la rabia y el resentimiento salen a flote. Si pienso en la sonrisa de alguien amado, siento una sensación cálida y linda que me inunda. Si lleno de coronavirus mis pensamientos, me da un escalofrío de pánico. Si pienso que se trata de oxigenar el planeta y darnos un respiro a nosotros mismos, lo veo como una bendición. Si alguien de mi familia está viajando en avión y pienso que el aparato va a estallar en el aire, siento cómo se me acelera el corazón y me da taquicardia. Si pienso que están felices en su viaje, me siento feliz de que estén disfrutando la travesía.

Mis emociones manejan mi sistema inmunológico, mi actitud ante la vida, mi paz espiritual o mi infierno mental. Yo tengo la capacidad, la libertad única e intransferible de elegir mis pensamientos, por lo tanto, soy la única responsable de mis emociones. No es la cuarentena, sino cómo la asumo y la pienso. No es el “encierro”, sino cómo lo tomo. No fue mi incipiente cáncer de mama, sino mi actitud frente a él.

Como adicta activa, durante muchos años solo le eché mierda a mi molino y mis únicas emociones eran la ira, el resentimiento, la autocompasión, las ganas de vengarme del mundo y de ese Dios castigador. Venganza. Ira. Odio. Soberbia. Depresión. Altanería. Irrespeto. Ellos eran mis alimentos preferidos. Llegué a odiar los árboles y quería darles patadas a los atardeceres. El solo pensar en el trino de un pájaro me hacía estremecer de amargura.

Ha sido un aprendizaje lento, de muchos años, de muchos días, de muchas horas. Todavía me persiguen pensamientos autodestructivos y negros como el alquitrán, como también tratan de colarse los resentimientos y rencores no trabajados del todo. Pero estoy alerta. Ya no siento que me arrastran, aunque a veces se van acumulando asintomáticamente, como el coronavirus, y busco ayuda para que no me asfixien y pueda respirar en paz.

Las cosas suceden. Las acepto o las pateo. Ellas no cambian. La que puede cambiar soy yo. Solo por hoy me emociono ante la foto de un cóndor sobrevolando Quito y me alegro escuchando la música del silencio. ¡Solo por hoy no me dejo contaminar de pensamientos oscuros!

Vale la pena intentarlo. Por eso lo comparto aunque pertenezca a mi intimidad.

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