Existen en este mundo cosas tan obvias que su importancia para el común de los mortales pasa inadvertida; por ejemplo, en asuntos de cocina, el agua se asume como un elemento sobre el cual en muy contadas ocasiones los chefs o los gourmets dedican análisis y reflexión. Sin lugar a dudas, el agua es el elemento más importante de la cocina universal y sobran los comentarios sobre su capacidad transformadora, en calidad de base esencial para más de un resultante de reconocimiento mundial. Dicen los expertos que bebidas tan reputadas como el whisky y el café dependen más de la calidad del agua para su preparación y mezcla, que de los granos de las cuales se derivan. Para muchos el agua no tiene sabor, hay quienes ni la toman; sin embargo, nada más variado que el sabor de este elemento, sabor que depende no sólo de su origen y tratamiento, sino también del recipiente que la contenga y de las circunstancias en que se tome… no es lo mismo un sorbo de agua en vaso plástico durante la conferencia, que el sorbo de agua en copa de plata después de bien comer; auténtica sorpresa gustativa es el agua que tomamos en el arroyo, durante una inhabitual caminada dominical… ¿y qué decir de la totuma de agua que sale de la fresca tinaja en la tierra de las aguas gordas? Existen vasos de agua cuya presencia, o mejor aún, cuya ausencia genera una añoranza especial: el de la entrevista para conseguir trabajo, el de la mesa de noche en casa ajena, el del exceso de picante en un bocado inesperado y, finalmente, el vaso de agua del sábado en la mañana, después de un viernes cultural.
Soy fanática furibunda del agua fresca y más aún del agua helada, y me atrevo asegurar que en mis ratos de vigilia me embucho entre 5 y 6 vasos escarchados de agua, y no lo hago ni por salud ni por vanidad, sino porque me encanta sentirla en mi boca y garganta; para mí el agua con su enigmático sabor supera con creces la cerveza, el vino y el aguardiente, cuarteto de brebajes a los cuales también recurro, regodeándome con ellos de manera cotidiana.
Hasta hace poco para un colombiano común, tener que pagar por un vaso de agua cuando se encontraba en otras latitudes era algo risible. Hoy en Colombia la comercialización del agua se ha vuelto una epidemia, y paradójicamente se paga caro por un vaso de agua… con sabor de agua. Voy a continuar con mi manía de tomar agua diariamente, ya que todavía puedo hacerlo de manera desaforada, pues estoy convencida de que para mediados de este siglo dicho manjar se transformará en auténtica moneda y quien más pueda conservarlo y guardarlo, más rico será.