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El esfuerzo y la desesperación

Héctor Abad Faciolince
28 de marzo de 2015 - 11:11 p. m.

Hay un momento muy peligroso en la vida de un escritor: ha escrito dos o tres libros regulares, a lo mejor uno bueno y otro muy malo que todo el mundo ha tenido la generosidad de olvidar.

El escritor sabe que puede escribir buenos libros, pero también se da cuenta de que es capaz de escribir libros malos. Y aquí viene lo peligroso: debido a que su nombre ya tiene mercado, es una firma que vende, le publican todos los libros y además le proponen un anticipo con el que puede vivir diez meses e incluso un año si se porta con sobriedad.

Si fuera un pintor al que le compran todos los cuadros la cosa sería menos grave: aunque se le haya agotado la creatividad, repite el mismo cuadro con ligeras variaciones. Habla de que tiene una obsesión con las líneas o con el claroscuro y reparte sus cuadros entre distintas galerías y clientes con lo cual casi nadie se da cuenta de que se repite. Hace series: la serie de los techos, la serie de la arena, la serie de las rayas...

El escritor del que hablo tiene ya las mañas del oficio para no entregar a su editor porquerías. Sus editores lo leen con ojos bien predispuestos, lo que quiere decir con ojos que ven más los aciertos que las fallas. Yo vi libros de premios Nobel en los que había faltas de ortografía: ¿quién se atreve a tocar el texto del maestro? ¿Quién osa decirle al maestro que esa coma falta o sobra? Hasta podrían decir que las pecas le convienen al libro como ciertos lunares a las mujeres bonitas.

Hay que tenerle pavor a ese momento. Uno empieza a escribir con la ilusión de hacerlo bien y con la esperanza de llegar a ser un escritor independiente: alguien que vive de lo que escribe. Al llegar a ese punto llega también el riesgo: el problema no es que no te publiquen, sino que publiques alguna atrocidad.

Por este miedo, o por este pudor que espero no perder, yo aborté una novela llevada a término, pero fallida: Antepasados futuros. Vi que era muy capaz de escribir mal. Por el mismo miedo abandoné también La Oculta. No creía que el libro estuviera a la altura de lo que yo era capaz de escribir. Quería alcanzar el listón más alto de mis libros y el listón más alto de mis colegas.

No era miedo a la crítica. Hubo quien dijo que El Quijote era un libro intrascendente, Shakespeare un fracasado y Cien años de soledad un disparate de 400 páginas. La crítica es capaz de llamar obra maestra a una bobada, y bobada a una obra maestra. Los críticos atinados y ecuánimes son una especie rara y en vía de extinción, como los armadillos. Es más: como los unicornios.

Hace año y medio yo llegué a la Bienal de Novela Vargas Llosa con dos fracasos a cuestas y la sensación de que mi vena literaria se había agotado. Dije que me sentía como un cura ateo en un concilio de obispos. Había firmado un contrato para publicar una novela en 2009 y en 2014 tenía dos abortos de novela. Empecé una tercera: Memorias de un amante impotente, sobre la incapacidad de escribir algo fértil. El cuaderno con las primeras páginas de ese libro se me cayó del bolsillo una noche nefasta. Grité de rabia y de dolor. Me sentía incapaz de volver a empezar porque los libros sólo se escriben con las palabras precisas, irrepetibles. Vino la desolación y tuve que hacer un gesto desesperado: retomar la novela desechada, La Oculta, y hacerle caso a un consejo sencillo e importante de Vargas Llosa: “uno pule, corrige lo que no le gusta, se esfuerza y trabaja sin parar hasta que le guste”. Eso hice. Trabajé cuatro meses hasta que el viejo borrador me gustó y se lo pude entregar a mis editores casi seis años después de lo acordado.

Vivir es esforzarse, dijo alguien. La casualidad y la mala suerte pueden hundirlo a uno en la desesperación. La única forma de salir del atolladero es luchando y pidiendo ayuda. No se trata de triunfar, dijo Stevenson, sino de seguir fracasando con entusiasmo. El triunfo o el fracaso son ilusiones. Lo que cuenta es esforzarse, cultivar nuestro jardín.

 

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