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El estadio de la infamia

María Elvira Bonilla
22 de junio de 2015 - 02:00 a. m.

En medio del elixir de los goles en la Copa América y el camino hacia la final en el Estadio Nacional de Chile, un sacudón de memoria trajo el recuerdo de aquellos días aciagos cuando este mismo estadio, reinaugurado por el presidente Sebastián Piñera en el 2010, fue el principal centro de detención, tortura y muerte de la dictadura de Augusto Pinochet.

Por allí pasaron cerca de 40 mil personas comprometidas con el gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende y que en un dia, el 11 de septiembre de 1973 pasaron a ser los enemigos que había que borrar. Desaparecer.
 
El estadio operó como teatro de muerte desde un día después del golpe hasta el 9 de noviembre cuando los militares en cabeza del coronel Jorge Espinosa dieron por cumplida la tarea. Allí quedó silenciada la voz de Víctor Jara, el cantante emblemático perseguido con saña por la dictadura. El militar que lo detuvo a patadas en medio de los culatazos le dijo: “yo le enseñaré hp a cantar canciones chilenas; no comunistas”.  Victor Jara alcanzó a relatar el horror en un último poema que salvaron sus amigos: “Somos cinco mil en esta pequeña parte de la ciudad/ Somos cinco mil/ ¿Cuántos seremos en total en las ciudades y en todo el país? / ¡Cuánta humanidad con hambre, frio, pánico, dolor, presión moral, terror y locura!/ ¡Canto que mal me sales cuando tengo que cantar espanto!/ Espanto como el que vivo/ como el que muero, espanto”. 
 
Del estadio de gradas de madera de entonces solo se conserva un trozo de tribuna, como un monumento para recordar la ignominia. La ignominia que gracias a un sencillo juez,  Juan Guzmán, no quedó impune. Habían pasado 25 años de la dictadura cuando alguien, una ciudadana Gladys Marín, se atrevió a mencionar a  Augusto Pinochet en un proceso judicial. El sistema judicial se paralizaba cuando aparecían casos que vinculaban a oficiales superiores. Los generales se habían asegurado que la justicia jamás miraría hacia atrás, olvidando sus atroces actos y con el decreto-ley 2191 quedaban anmistiados los crímenes cometidos entre el 11 de septiembre de 1973 y el 10 de marzo de 1978. Las querellas relacionadas con los derechos humanos eran transferidas a la jurisdicción militar, que sistemática mente la calificaba como improcedentes. Pero el 20 de enero de 1998, el  juez Guzmán admitió para su tramitación la querella de Gladys Marín,  que se convirtió en la primera grieta que cuarteó el edificio de la impunidad y lo hacía empezando por la cabeza. La decisión abrió la compuerta para que las víctimas se sacudieran el miedo y la impotencia. Una  catarata de denuncias, muchas de hechos sucedidos en el Estadio Nacional llegó al Corte de Apelaciones de Santiago, única instancia que podía recibirlas dada la inmunidad parlamentaria del dictador Pinochet convertido en senador vitalicio.
 
El 16 de octubre de ese mismo año, otro juez, Baltasar Garzón, marcó el precedente que cambiaría el rumbo de la justicia en el mundo. Solo,  en su  despacho, en la Audiencia Nacional en Madrid, escribió la minuta de  orden de detención contra el general Augusto Pinochet, por “delitos de terrorismo, genocidio y tortura” que llegó a manos de la Interpol en Londres. La aplicación de la justicia había dejado de tener fronteras.

 

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